Es difícil creer en monstruos, pero al mismo tiempo todos estamos a la expectativa de que el mal se presente ante nosotros como cuando vamos a la iglesia y vemos el mal a la cara, de forma que no tenemos duda de cómo es y sabemos que no se parece a nosotros, que nos vigila y nos asecha. Sin embargo, el mal nunca aparece como nos fue prometido desde el púlpito o las enseñanzas maternas, por la literatura, el cine y la tele.
Cuando era pequeño, mi mamá caminaba siempre a una pequeña capilla que está cerca de la casa y entraba. Siempre había un hombre hecho de una madera brillante muerto, colgado de una cruz, con la piel abierta y sangrante. Sus ojos siempre me veían desde la altura al tiempo que yo permanecía quieto, hincado, escondido siempre a lado de mi mamá sin perder de vista sus ojos tranquilos en la muerte. Ella le rezaba y le pedía que nos cuidara al cadáver de madera que nos observaba con la curiosidad que da el infinito.
Los fines de semana eran siempre iguales. Ir al mercado con mi mamá y mi hermano, caminar entre juegos y risas que inevitablemente la molestaban y siempre terminaban en regaños. Parar ante el hombre de madera clavado en la cruz que, de alguna forma, siempre parecía darle la razón y nos regañaba con unos ojos entrecerrados, siempre como diciendo algo desde la sabiduría del dolor. Salíamos de ahí serios hacia el mercado y esperábamos a comer algo rico antes de regresar, mientras aquel hombre esperaría ahí, siempre colgado del mal.
¿Quién podría hacer una imagen de un hombre metódicamente torturado para hacerlo objeto de culto? La fe enseña la esperanza de otra realidad nacida en el dolor y el terror. Esperamos el infierno antes que el cielo y al demonio antes que al mismo Dios. La cristiandad espera que regrese Jesús, pero sabe que el demonio (¿debo escribirlo con minúscula o mayúscula?) está desde el principio caminando con nosotros.
Esta idea es potenciada por el cine, la literatura, desde los relatos contados en las cuevas prehistóricas hasta el Youtube. Hemos sido prolíficos en la idea del caos, del sobresalto, de la destrucción, del mal; contrario a la imagen del orden, de la estabilidad, de la salud, de bien. Sin embargo, habrá que decir que todo lo que tememos, lo tenemos inmerso en algo aún más aterrador. Lo cotidiano.
El terror y el heroísmo existen en la puerta de a lado, junto con el café matutino, con el despertador y el autobús de la mañana. En la muerte por broncoaspiración de su propio vómito del indigente del que no sabíamos nada y que tampoco nos importaba y que hoy por la mañana encontramos su cadáver en la acera y como todos los días lo ignoramos y decidimos voltear para otro lado pues nos molestaba su miseria.
La policía no atiende la maldad de demonios incandescentes con hermosos cuernos, sino de aquellos monstruos de bolsillo que viven dentro de todos y todas. Los monstruos que no imaginamos violan, abusan, matan, estafan y torturan mientras son hijos, madres, padres, trabajadores, amigas y amigos que bailan, que sonríen, aman, juegan, que cantan, lloran.
La maldad real es como el mar rompiendo en la playa. Golpea continuamente, lenta y tranquilamente, un golpe tras otro prolongado en el tiempo. Y cada uno es bello, rítmico y lleno de calma. Es paciente e implacable.
Ese golpeteo es el que ha hecho pedazos las rocas convirtiéndolas en arena. Ha construido la forma de las costas. No lo han hecho las grandes olas de los huracanes y tsunamis, lo hacen las pequeñas olas donde nadan los niños, las que nos mojan los tobillos, las que consideramos inofensivas. Es a esas olas a las que debemos temer, las otras son espectáculo, son las que imaginamos en el surf, son encabezados de los noticiarios, son material para películas y pesadillas. Las otras, las pequeñas, con su belleza y su calma son las destructoras.
La maldad es la cotidianeidad.
¿Qué puede contener más maldad que la esquina de una cama? Ella espera pacientemente a que un pie descalzo se estrelle contra ella y entonces provocar un dolor instantáneo y brutal que sube desde el pie y nos deja sin aire. Como reflejo contenemos un grito que se atora en la garganta, que desemboca en una inconsciencia instantánea que sólo permite que el dolor sea lo único que existe.
Quizá desde niño sabía de la pequeña e inofensiva maldad que vivo. Pero yo no soy de aquellos que andan con el cuchillo cebollero amenazando gente o con la pistola en el transporte público robando unas monedas y unos celulares, siempre corriendo el riesgo de matar a alguien que provoque en mí más miedo del que yo pudiera provocar.
No me imagino dañando a nadie de forma directa, ni siquiera sé dónde venden droga, o conozco a quien robe, mate o tenga algún plan para conquistar el mundo. No.
Y con todo y esto, ayer salí en la mañana como todos los días. Me subí al auto y conduje tranquilo por las calles largamente conocidas. Digo esto como una verdad a medias, pues no conozco ni una mínima parte de ellas, pues entre el tráfico, el WhatsApp (si, sé que al manejar no debo usarlo, pero, en fin), las prisas, el radio, sólo recuerdo mi camino.
Avancé como siempre, cambiando de dirección para esquivar otros autos mientras ellos me esquivaban a mí. Llegué, dejé el carro y subí el edificio con una prisa contenida. Entré a la oficina y el día se dejó ir como todos los días. No hubo sorpresas ni sobresaltos. Mi día no es más que una sola de esas olas que rompen en la playa por cientos de miles.
Al regresar a casa y atravesar un pequeño estacionamiento, logré ver en un rincón un ratoncito tirado de costado, con sus patas juntas en pares y su cola extendida. No se movía. Lo toqué en la panza (sé que no debí hacer eso, me lo he dicho yo, no hacen falta más recriminaciones) y dio un saltito que provocó otro en mí y caí de nalgas.
Me levanté sacudiéndome el pantalón con una risa provocada por la sorpresa. Me callé un poco apenado por haberme asustado. Me paré junto al ratón y desde toda mi altura lo vi un par de segundos y con el tacón del zapato derecho lo aplasté.
Sentí cómo su cuerpo explotaba ante mi peso. Sus vísceras eran excretadas del saco abdominal. Tronó el cráneo. Sentí un enorme placer. La vida se fue por mi intervención. Caminé con una enorme sonrisa y vi como dejé un par de huellas sangrientas en mi camino.
Me dio una especie de satisfacción el saber que dejaba evidencia del asesinato (si, también lo sé, demasiadas series de televisión) y a nadie le importará. Nunca había estado expuesto a esta sensación, pero mi mente empezó a volar. Soñé despierto con la muerte de perros, gatos, niños y todos me hacían sonreír en la impunidad del hecho no cometido.
Sonreía elaborando planes para secuestrar a las mascotas y matarlos mientras la música invadía mi sala en la noche y un vaso con Coca-Cola y un par de quesadillas me miraban en la tranquilidad de la antesala de su desaparición.
Aquella noche la inocencia de una maldad soñada y derruida en la mesa de la cena, daba vueltas en mi cabeza acompañada del crujir de huesos y la destrucción del cuerpo del ratón bajo mi peso. Una y otra vez sentí la destrucción de aquel animalito que esperaba pacientemente la muerte. En realidad, no hice mucho, el pequeño ratón estaba ya muriendo, pero recuerdo que me sentí dueño de la vida y la muerte y el placer aún recorre mi cuerpo.
El sentimiento de haber tenido esta pequeña explosión de maldad llenaba de adrenalina mi cuerpo, pero la maldad pura no puede quedar sólo en la muerte o el robo. Debe ser algo más, algo que perdura, que daña por siempre y que nos deja en el desamparo del mundo perdido que buscaremos por siempre. La maldad es la invención del paraíso perdido, la pérdida de la inocencia; es el descubrimiento de la pérdida. Lo demás es ambición, delito, enfermedad psiquiátrica, necesidad, adicción a algo -drogas, sexo, adrenalina, poder-; es búsqueda de llenar algo que se perdió.
La maldad es un acto carente de la emoción que da transgredir la ley pues se ha sumido en la costumbre. Es la rutina. Es la ejecución de un acto largamente aprendido y automatizado. Se roba, se mata, se destruye, se aplasta, se engaña como un trabajo, sin pesos morales o cargas sentimentales, sin excitación. Se ejecuta.
Yo aún estoy lejos aún de ella, sentí la muerte y aún tiemblo.
¿Qué pensaría Irene si me viera sonreír así, en silencio en la mesa? Quizá ella sabía que esta maldad de juguete estaba en mí y por eso se fue.
Y es que ella, sentía yo, sabía más de mí que de yo mismo. Nunca tuvimos una relación que provocara el huracán, la tormenta o violencia de la creación. Éramos, fuimos una pareja de caminos cortos, lentos y callados.
Vivimos la paz, la calma y el silencio en las comidas. Ella sabía que sería así, nunca tuvimos sorpresas. Tuvimos dos niñas porque tenía que ser. Las amo, pero la explosión de ser padre o esposo no llegó. Nos unimos porque ya estábamos juntos, desde siempre, y ella un día se fue sin gritos, sin peleas, sin platos lanzados.
Una noche llegué igual que siempre y al abrir la puerta vi que sonreía. No vi nada extraño en casa, estaba sola, no tenía la tele encendida, no tenía algún libro, ni el celular en la mano. Sólo estaba ella oyendo música y sonriendo.
Cuando me vio paró de sonreír, se levantó y se fue a la cocina. Entonces lo supe. Se fue un día y la vi salir sin intentar detenerla.
- Ojalá y no te encuentres a ti mismo estando solo.
Dijo y cerró la puerta. No he vuelto a saber de ella, no hay llamadas, ni mensajes. Sólo algunas veces la extraño al llegar y quisiera verla moviéndose en silencio por ahí.
La noche se paraliza, mientras mi cabeza da vueltas. El tiempo se detiene mientras la adrenalina aún está en mí y pienso en que la historia quizá ha sido injusta con algún asesino incidental que fue castigado con el rigor de una ley que no entiende el placer que da el saberse capaz de matar.
Quizá todos seamos parte de un juego de creación y destrucción eternos.
Salí.
Caminé por una calle donde la vida del día se negaba a morir. Carros, caminantes, aves. Todo seguía en movimiento mientras mis ideas se amontonaban en mi cabeza.
Caminé quizá durante horas entre una ciudad que lentamente caía en la modorra de quien se acerca al final de algo. Fui consciente, quizá por primera vez en mi vida de cada paso que di. Avancé por calles que no conocía. Entonces lo vi.
Estaba ahí, dormido en la calle, sin rostro, sin cuerpo, escondido bajo una colcha de cuadros. Como un gusano en su capullo esperando la mentira de despertar convertido en mariposa. Me acerqué en silencio.
Me quedé unos segundos junto a aquel cuerpo sin forma que se adivinaba vivo sólo por el movimiento de su respiración. Levanté el pie, pensé en el placer que provocó aplastar al ratón y me quedé un segundo apuntando el tacón de mi zapato hacia donde creía que estaba su cabeza.