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domingo, 20 abril, 2025
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Una memoria sobre Trotsky

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Por: JOSÉ ENCISO CONTRERAS •

La Gualdra 659 / Historia / Traducciones

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Por James T. Farrell (1)

Conocí a León Trotsky en México en 1937. Parecía diferente de lo que se podría haber esperado. Daba la impresión de una sencillez extraordinaria. Alice Rühle —esposa de Otto Rühle, en su tiempo miembro de la izquierda socialista del Reichstag alemán y biógrafo de Karl Marx—, dijo de Trotsky que había cambiado desde su juventud: se había vuelto, dijo, más sencillo, más parecido a Lenin. Muchos de los que lo conocieron antes decían que solía tener un talante más bien frío. No parecía ser así en México. Era fácil hablar con él y uno sentía menos distancia con él que con cualquier otro hombre prominente en la vida política. Pero tal vez esta comparación no sea tan buena, porque Trotsky ya era entonces un líder derrotado y en el exilio. Buscaba reconstruir un movimiento político y estaba involucrado en la lucha más dramática de su vida, acusado de traicionar a la revolución que ayudó a liderar y a la sociedad que tanto contribuyó a fundar; estaba, en suma, defendiendo su honor revolucionario. Vivía detrás de muros vigilados, sus seguidores y secretarios portaban armas dentro de su casa, y se estaba preparando para responder a los cargos que Stalin lanzó contra él en los juicios de Moscú. En otra parte he descrito las audiencias de Coyoacán celebradas por la Comisión de Investigación, de la cual el doctor John Dewey era presidente. No repetiré esto aquí, sino que simplemente ofreceré algunas impresiones personales y anécdotas sobre él.

No se podía separar a Trotsky el hombre, del Trotsky como figura histórica. Cuando lo veías y hablabas con él, sabías que fue el hombre que organizó los detalles prácticos de la Revolución Bolchevique en 1917, y también que fue el organizador del Ejército Rojo. Yo sabía que estaba hablando con uno de los más grandes revolucionarios de la historia. Él mismo tenía un profundo sentido de la historia y de su propio papel histórico. Yo por mi parte conocía el intenso drama de su vida. Allí estaba él, en aquella casa de la Avenida Londres, en Coyoacán, enfrentando su cerebro a un imperio. Era justamente porque se trataba de Trotsky que su sencillez resultaba tan sorprendente, cuando ya peinaba canas y vivía como un hombre perseguido en México. Sus seguidores hablaban de él en tono de adoración. Para ellos, él les había hecho la vida más importante, les permitió creer que ellos también estaban entrando en la historia. Lo llamaban “el Viejo” y actuaban como sus discípulos. Constantemente planteaban preguntas para determinar qué pensaba uno de él, y cuando John Dewey destacó la brillantez de Trotsky, inmediatamente comenzaron a pensar y a esperar que Trotsky convertiría a Dewey al trotskismo. Había precisión en la actitud de Trotsky, incluso en inglés su elección de palabras lo revelaba. Parecía saber hasta dónde quería llegar con cada persona, y en su elección de palabras así lo transmitía o sugería. Sin embargo, no había mucha espontaneidad en él o, más bien, su espontaneidad estaba contenida. Él mismo había entregado su vida a una idea. Esta idea –la Revolución– y su personalidad, estaban como fusionadas. Era un hombre valiente, siempre estuvo dispuesto a hacer cualquier sacrificio por la Idea y trataba con las personas en términos de su relación y aceptación de esa Idea. ¿De qué le servirían las personas a esta Idea, a esta causa? Estaba trabajando y viviendo para la causa. 

Por lo tanto, si bien era fácil hablar con él, aún restaba cierta distancia entre él y los demás. No entrabas en contacto totalmente con su personalidad como lo hacías, por ejemplo, con John Dewey. Esto me pareció más claro la última vez que hablé con Trotsky. Nos sentamos junto a la larga mesa en la que trabajaba en la casa del pintor Diego Rivera, en la Avenida Londres, de Coyoacán. Me preguntó qué iba a hacer cuando regresara a los Estados Unidos. “Voy a escribir novelas”. Dijo que ya lo sabía, pero nuevamente me preguntó qué iba yo a hacer. El servicio a la causa era más importante para él que tu personalidad. Max Eastman, que lo conocía mucho mejor que yo, ha dicho a menudo que Trotsky era frío. Creo que esto es lo que Eastman precisamente quería decir; ese ver a los individuos como sirvientes de un objetivo y de una idea, más que como personalidades por derecho propio. Y éste era también un rasgo de su carácter que lo distinguía de John Dewey. 

León Trotsky era un hombre ingenioso, elegante y galante. Había algo profundamente conmovedor e inspirador en su relación con su esposa, Natalia. Ella era muy pequeña y también elegante. Se podía ver que alguna vez había sido una mujer hermosa. Las tragedias de su vida, en particular la pérdida de sus hijos, la habían entristecido. La suya era una de las caras más tristes que he visto en mi vida, y es una de las mujeres más valientes y nobles. Cada vez que los veías juntos, no podías dejar de sentir cómo había una corriente de ternura entre ellos. Una dulzura y una profundidad de sentimiento eran evidentes en la forma en que él la miraba o tocaba su mano. 

Fuimos de picnic después de finalizar las audiencias de Coyoacán. Esperando para salir y parado en el porche del patio de la casa de los Rivera, estaba Trotsky muy ocupado, asegurándose de que hubiera suficiente comida para todos, de que hubiera cerveza para mí, y que nada fuera olvidado o pasado por alto. Mi esposa me dijo medio en broma que Trotsky se interesaba por los asuntos hogareños, y que si él podía ¿por qué yo no? LD se acercó a mí poco después. Le comenté: “LD, has arruinado mi vida”. Le expliqué lo que quería decir y le conté lo que había dicho mi esposa. “Es muy sencillo” —respondió hablando con fuerte acento, pronunciándolo como vunce— , una vez tuve que alimentar a cinco millones de hombres. Es un poco más complicado que alimentar a cinco”. A menudo había un punto, una referencia política, una moraleja en su ingenio. Salimos en dos coches hacia un bosque cercano. Mi esposa y yo nos sentamos en el asiento trasero de un turismo. Todo estaba listo para nuestra partida. De repente, Trotsky apareció al costado del auto y dijo (pronunciando la W como V): “Jim, haré el viaje en el auto descubierto, para que Hortense viaje en el auto cerrado”.

Aquí hubo valentía. Para Trotsky, viajar en automóvil abierto significaba un posible riesgo para su vida. Junto a su galantería, había en su naturaleza un profundo respeto por las mujeres. He conocido a muchos europeos revolucionarios y de izquierda, he leído gran parte de sus vidas y me han contado muchas anécdotas sobre ellos. Muchos de esos hombres, sin ser muy conscientes de ello, han dedicado los mejores años de sus vidas al esfuerzo de emancipar a la humanidad. Pero para una buena proporción de ellos, la emancipación termina en la puerta de sus propios hogares. Sus esposas no están completamente incluidas en esta liberación; ellas hacen todas las tareas domésticas y atienden a sus revolucionarios maridos, a veces servilmente. En un lugar de su reciente biografía El profeta armado: Trotsky 1879-1921, Isaac Deutscher menciona cómo Trotsky, aunque estaba ocupado, ayudaba de manera muy poco europea que digamos a su compañera Natalia con las tareas domésticas y el cuidado de los niños. Creo que la valentía de Trotsky fue real en aquel episodio del auto descubierto, y se basó en un sentido de la dignidad de las mujeres y del respeto hacia ellas.

Durante el picnic, Trotsky y Natalia salieron a caminar por el bosque en direcciones opuestas, sin duda esto fue confortable para él. Vivía entonces una cautelosa vida de reclusión, con poca libertad de movimiento. Sus secretarios lo vigilaban permanentemente, con armas enfundadas a sus costados, y un contingente de policías mexicanos se apostaba afuera de la casa de Rivera para protegerlo. Se inquietó y se resistió a este encierro, y se mostró fatalista ante el peligro de ser asesinado, pues creía que cuando Stalin realmente quisiera matarlo, sin duda lo lograría. Y como todos lo saben, así fue. 

Luego de la caminata regresó al grupo, cuando uno de los estadounidenses presentes estaba encendiendo un fuego. Era un ex seguidor de Trotsky que después de abandonar el trotskismo, había venido no obstante a Coyoacán para ayudar en el trabajo de las audiencias de Dewey. LD lo miró por un momento y se impacientó. No le gustó la manera en que el amigo americano intentaba hacer la lumbre, así que él mismo tomó el relevo y encendió su propio fuego, acompañando la labor con burlas amistosas, pero también mordaces. Y esto tenía un sentido político. Trotsky se estaba burlando de un antiguo adicto por haber roto ideológicamente con el movimiento trotskista. Siempre le gustó burlarse de los norteamericanos, especialmente acerca de la llamada eficiencia estadounidense, y también se burló de su ex seguidor en este sentido.

Comimos, hablamos y cantamos. Uno de los guardias policiales de Trotsky era un policía mexicano alto, joven y bien parecido. A Trotsky le agradaba y confiaba en él. El policía cantó Allá en el Rancho Grande, y a todos les gustó tanto que le pidieron que la cantara nuevamente. Por cierto, después de su asesinato me dijeron que aquel policía había sido comprado por los enemigos de Trotsky.

Tuve varias conversaciones con él. Habiendo sido estadounidense en los años veinte y leído mi H. L. Mencken (2), a veces me gustaba contar historias que relataran cosas estúpidas. Conté una historia de ese tipo. El tema era un famoso escritor europeo con quien Trotsky había tenido conflictos. Este escritor no es de ninguna manera estúpido, pero lo parecía porque en una ocasión había estado evadiendo preguntas sobre Stalin que lo habrían acorralado. Trotsky rápidamente se impacientó y no quiso escuchar el final de la historia. Le aburría. Interrumpió y dijo: «X debería aprender a escribir mejores novelas». 

Hizo preguntas sobre la literatura estadounidense y dijo haber leído la novela Babbitt, pero su admiración por este libro de Sinclair Lewis fue limitada. El personaje de Babbitt le parecía poco inteligente. Hablé de Theodore H. Dreiser, a quien elogié como un gran escritor, aunque sus ideas filosóficas y generales me parecían a veces banales. Trotsky preguntó cómo podía un hombre ser un gran escritor si sus ideas eran estúpidas. «Lo que necesitan los escritores estadounidenses ―dijo― es una nueva perspectiva». Se refería a una perspectiva marxista. Creía que Estados Unidos algún día tendría un gran renacimiento marxista. En realidad LD no había leído suficiente literatura estadounidense como para saber si los escritores norteamericanos necesitaban o no una nueva perspectiva. Su opinión fue consecuencia de la confianza que proporciona la fe. El marxismo era para él una ciencia y le permitía predecir con fe.

Hablando de cómo lo percibían los estadounidenses, le comenté que muchos lo veían como una figura romántica, de hecho, como un héroe romántico. Dijo que lo sabía y que eso no le gustaba y tampoco parecía interesado en mi explicación al respecto. 

Justo antes del comienzo de la primera de las audiencias de la Comisión Dewey, Trotsky estaba parado en el porche, afuera de su cuarto de trabajo, cuando la esposa divorciada de un famoso escritor estadounidense apareció estrepitosamente en la entrada, y una vez dentro de la casa se acercó a Trotsky. Le dijo que él no sabía quién era ella, y luego se identificó dando el nombre de su exmarido. «Estoy seguro ―respondió Trotsky― que si lo conociera, quedaría yo más impresionado aún». 

En otra ocasión le pregunté si pensaba que Stalin y Hitler terminarían uniéndose. Esto fue en 1937, y algunos de nosotros que habíamos participado en la amarga lucha contra los juicios de Moscú, llegamos a creer que se iba a establecer una alianza nazi-soviética. Trotsky respondió señalando que si eso sucediera sería una gran catástrofe. Por esa época, predijo el pacto Stalin-Hitler. 

Mi editor, James Henle, un viejo periodista, había trabajado en el New York World en 1917. Lo habían enviado a entrevistar a Trotsky, entonces de visita en Nueva York, y se habían conocido en una panadería del East Side. LD le pareció a Henle un hombre inteligente, había predicho la revolución rusa, pero, como cuenta el mismo periodista, en ese mismo tiempo escuchó un sinfín de predicciones, aquélla era una más. Sin embargo, un mes después se produjo la Revolución de Febrero en Rusia. Trotsky no recordaba esta entrevista.

La última vez que lo vi fui a su casa, precisamente el día antes de partir de México. Cuando llegué estaba hablando con Otto Rühle en su despacho. Rühle había apoyado a Karl Liebknecht durante la Primera Guerra Mundial, y cuando triunfó la Revolución Bolchevique, Otto la caracterizó como un “golpe pacifista”. Mas al parecer, él y Trotsky casi nunca habían estado de acuerdo. Ahí estaban, dos viejos revolucionarios exiliados en México, aunque todavía no estaban de acuerdo y, hablando en alemán, alzaban la voz. Escuché a Trotsky hablar en voz alta e incluso gritar. Yo no entendía ni una palabra de alemán, pero podía adivinar sobre qué estaban discutiendo. Rühle, ya estando en México en 1937, insistía decididamente en su desacuerdo con los bolcheviques de 1917. Me dijeron que poco después Rühle y Trotsky dejaron de verse definitivamente.

El almuerzo fue sencillo en esa ocasión, pero menos de lo normal. Trotsky fue un anfitrión muy amable pero no hablamos mucho y luego nos despedimos. Se marchó a tomar una siesta vespertina.

La suya era una de las mentes más trabajadoras que jamás haya conocido, y sólo de verlo y hablar con él, uno sentía su gran voluntad. Su cuerpo, sus hábitos estaban doblegados a esa voluntad. En muchos sentidos era espartano, de hecho, hubo momentos durante sus días de poder en los que habló como hombre de una Esparta moderna, e Isaac Deutscher usa la palabra espartano en referencia a Trotsky en un pasaje de su biografía.

Esta semblanza es pasajera y aleatoria, no aborda las teorías e ideas de Trotsky, las que trataré de comentar en otra ocasión, pues aquí sólo quería dejar constancia de mis breves impresiones sobre LD. Su personalidad no sólo era fuerte sino bastante atractiva. Fue muy amable, aunque tenía una mirada burlona en sus ojos brillantes, y tuve la sensación de que observaba la vida con una especie de burla y un irreprimible sentido de la ironía. Se había comprometido con una idea y había alcanzado alturas de poder que pocos hombres conocen. Pero allí estaba él, de nuevo en el exilio; la mayor parte de su vida la pasó en el exilio, en Siberia, Turquía, Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, Suiza, Austria, Noruega… había estado exiliado: escribiendo, hablando, instando, defendiendo una idea candente con total convicción. 

Era sorprendentemente diferente a muchos otros, los exiliados revolucionarios con frecuencia decaen y se desintegran. Trotsky no lo hizo. Ningún hombre podría haber conocido una derrota más absoluta que él, y era sorprendente lo poco que eso le había dañado. Escribiendo, librando la misma batalla, no parecía un hombre amargado o infeliz. Pensé en esto y en lo diferentes que son las historias del exilio de Napoleón. Trotsky era un hombre que podría compararse con Napoleón, pero en el exilio el corzo soportó menos bien que Trotsky las tensiones y el aislamiento. Para Napoleón el poder lo era todo, mientras que para Trotsky el poder era un medio para hacer realidad sus ideas. Era el medio por el cual el hombre lograba su destino histórico. El poder era el arma de una fe, y esa fe le sirvió en el exilio. 

Estaba yo en el hospital, débil y agotado después de una operación por forúnculos. Era de noche y pese a que había una radio encendida en la cabecera de mi cama, no la estaba escuchando. Hubo un flash de noticias. Aproximadamente la mitad de las palabras penetraron en mi mente: León Trotsky… asesino… no se espera que viva.

Me quedé en shock. No podía dormir y me dieron una pastilla. A la mañana siguiente me desperté con un sentimiento de culpa; había tenido algún sueño. Entonces llegó el vendedor de periódicos y allí estaba la historia del asesinato. Su vida había sido como una tragedia griega. Fue un gran héroe y un gran mártir, pero el carácter trágico de la muerte de Trotsky sólo se centra en la enorme y terrible tragedia de nuestro siglo. Una convicción tan ardiente, una brillantez tan grande, un sacrificio tan espartano como el suyo… y contribuyó a crear un Estado que evolucionó hasta convertirse en la tiranía más terrible de la historia. Hoy, el Estado que él ayudó a crear amenaza la libertad de todos nosotros. Los valores que apreciamos, las esperanzas del hombre para un mundo más decente, ahora están amenazadas por ese poderoso Estado. Trotsky y Lenin estuvieron entre los grandes hombres de este siglo. ¿Pero ha sucedido alguna vez que el trabajo, la vida de dos grandes hombres, haya terminado en una tiranía tan brutal e inhumana? Las ironías de sus historias están escritas con sangre y sufrimiento. Han pasado ya casi treinta y siete años desde que fueron los líderes de la Revolución de Octubre, y en retrospectiva, desde este punto de vista, parece que si su trabajo y sus logros nunca hubieran existido no podríamos estar peor. Los horrores del zarismo no son nada comparados con los que lo sucedieron.

Trotsky paseaba por su jardín, el sol brillaba, la tarde estaba a punto de empezar a declinar. Entró en su sala de trabajo y se sentó con el manuscrito que le había traído su asesino. La punta alpina se le metió en el cerebro, su sangre cayó sobre una página del manuscrito de su biografía de Stalin. Las últimas palabras que había escrito fueron «la idea». Su propia sangre se derramó en esa página.


(1) “A Memoire of Leon Trotsky”, publicada originalmente en The University of Kansas City Review. Vol. xxiii, núm 4, Kansas City, junio de 1957. Traducción de José Enciso Contreras.
(2) Se refiere a Henry Louis Mencken, filósofo, filólogo y periodista liberal y progresista estadounidense nacido en Baltimore en 1880. Su obra magna The American languaje, de tres gruesos tomos. Su reportaje satírico sobre The Scopes Trail, de 1925, al que se motejó como The Monkey Trial, llevado a cabo en un oscuro pueblecillo de Tennessee, es una de sus obras más celebradas.

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