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jueves, 24 abril, 2025
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El Canto del Fénix

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Por: SIMITRIO QUEZADA •

Frente a los legisladores estadounidenses de su tiempo, el entonces presidente Abraham Lincoln pronunció en el Congreso estas palabras: “Los dogmas del quieto pasado resultan inadecuados para el presente tempestuoso. La ocasión es una montaña de dificultades, y debemos crecer con la circunstancia. Como nuestro caso es nuevo, tenemos que pensar de forma nueva y actuar de forma nueva”.

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Aunque surgida en medio de una circunstancia específica, la necesaria reconciliación entre norte y sur de Estados Unidos, la consigna del considerado mejor presidente estadunidense cobra permanencia en cualquier época y nación. En efecto, lo único que no varía en los humanos es la necesidad de cambios: somos objetos y sujetos de evolución.

Lo más singular de esto es que nuestro devenir se sitúa exactamente entre la preservación-transmisión de legados y las necesarias rupturas. Debemos ser al tiempo tradicionales e iconoclastas. Ser parte de lo legado para transformarlo, incluso derribarlo. Debemos utilizar cierta criba cultural, de nuestra época, para literalmente discernir los conocimientos, actitudes, habilidades y valores que sí aportan validez y riqueza a nuestro momento histórico, y en un momento determinado debemos también ser conscientes del cambio de criba.

Entendida en el contexto religioso como destitución y/o destrucción de imágenes en los templos para que no fueran adoradas más, la Iconoclasia implicó la exigencia de un cambio de paradigmas, lo que en el siglo VIII terminó por separar a los cristianos de Bizancio de los carolingios o latinos. Llama la atención la radicalidad de la postura, el celo tanto en iconoclastas que temen caer en idolatría como a los antiiconoclastas, llamados por la Historia iconódulos, que insisten en atarse a algo material para creer mejor en lo espiritual.

Este episodio en la Historia, singular porque detalla una de las primeras fricciones entre Oriente y Occidente, marca en otros ámbitos el carácter impulsivo de quien arrastra a su entorno los cambios. Desde entonces el Diccionario de la Real Academia de la Lengua reconoce, como segunda acepción de iconoclasta: “Se dice de quien niega y rechaza la merecida autoridad de maestros, normas y modelos”.

Para sobrevivir debemos aniquilar lo obsoleto. Para vivir debemos matar. Para perfeccionarnos debemos incluso ser parricidas. Nuestras revoluciones no van contra de personas, sino contra mecanismos y paradigmas que obstaculizan, dificultan o son innecesarios en nuestros cambios ineludibles.

En el ámbito educativo, podemos aplicar esta distinción para definir mejor a quienes insisten en provocar el avance del conocimiento a ultranza, destituyendo todo conductismo o verticalidad en los modelos tradicionales de generación y apropiación de contenidos, que al tiempo son legados. Podemos amar el vigor de la iconoclasia cuando nosotros podemos esgrimirla, pero cuando ella amenaza con tumbar nuestros muros “aunque opresores, los únicos que nos han rodeado”, no nos agrada que sean otros los iconoclastas.

Con todo, nos urgen docentes así, políticos así, funcionarios así, pero sobre todo ciudadanos así de iconoclastas.

 

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