Permítanme comenzar de esta manera: qué bello es el libro “Homo irrealis”, (Alfaguara, 2023) de André Aciman. Hay partes, fragmentos, que a mí me gustaría aprenderme de memoria, poderlas repetir, palabra por palabra, frente a alguien que te importe, sin necesidad del libro, traerlas contigo en la memoria, repetirlas incluso a solas como si se tratase de una oración que inventas cada que necesitas de un pedacito de belleza, porque sí, se los aseguro, de tal magnitud es la belleza demoledora de la prosa de André.
Hay que poner las cosas en claro: André Aciman pertenece a este tipo de escritores que hoy por hoy se encuentran en peligro de extinción. Son los que todavía valoran el peso de las palabras por lo que son, que sopesan la escritura en la balanza de la armonía, que consiguen edificar tras de cada párrafo una perfección que sin ser perfecta alcanza tal magnitud que vuelves a leer el párrafo una y otra vez como si de un conjuro se tratase, porque sabes, como humilde lector, que ese autor que está tras de ese párrafo se ha entregado a la escritura como lo que es: una de las más bellas artes que pudo tener a su alcance el ser humano para expresarse.
Este tipo de escritores nos están dejando y es una pena. Si ustedes me apuran pondría a André Aciman y “Homo irrealis” al lado de la belleza inconmensurable de lo mejor del poeta español José María Álvarez (de quien pueden consultar buena parte de su obra poética en línea), quien no se equivocó cuando en uno de sus poemas más celebres, ‘Signifying Nothing’, incluido en “Museo de Cera” (Renacimiento, 2016), nos advirtió que tanto los poetas como los intelectuales se iban o se estaban hincando frente a cualquier tipo de poder. Por eso es que desconfío y por lo regular me alejo de la poesía, o lo que dicen que es poesía, de la que hacen los jóvenes hoy en día. Supongo que debe ser una faceta de la edad, pero también puedo asegurar que muchos de los jóvenes poetas no alcanzan a entender las dimensiones de lo que significa escribir. Hay quienes incluso caen en lo más bajo y pagan para tener un poco de fama y popularidad lo mismo que los cantantes juveniles de moda. Y también hay muchas (no quiero decir que todas) editoriales independientes que les hacen el juego y publican sin ningún tipo de criterio editorial con el fin de ganarse unos cuantos pesos, y eso ha llevado a que nuestro mercado editorial se vea inundado de ediciones descuidadas de supuestos poetas que no tienen ningún respeto ni por la literatura ni por el arte. José María Álvarez ya lo veía venir y supongo que por eso prefirió recluirse en su casa, admirando cómo el mundo que el conoció, ese mundo que también André cita, se estaba desmoronando.
Pero dejémonos de pesares. Cuando André habla en “Homo irrealis” de ese entendimiento que procuramos buscar en nosotros mismos cuando nos enfrentamos a una obra de arte señala: “Cuando intentamos entender nuestra vida, a nosotros mismos o el mundo que nos rodea (y esto por favor lo pueden subrayar porque es algo que nos hace mucha falta), el arte no trata de nada en concreto, sino de la interrogación, la remembranza, tal vez incluso la distorsión de las cosas, igual que no trata del tiempo, sino de la inflexión del tiempo. El arte de las huellas, no los pies; el lustre, no la luz; oye los ecos, no el sonido”. (Pero entonces de qué demonios trata el arte, le preguntamos a André). “El arte trata de nuestro amor por las cosas cuando sabemos que no son las cosas en sí mismas las que amamos”.
Hay muchas maneras desde donde abordar “Homo irrealis”. Se puede abordar, por ejemplo, desde el título mismo: cuando André nos explica en qué consisten los Homo irrealis y, a partir de ese momento, hacer del perseguidor que va tras de ellos, los de André, en cada uno de los breve ensayos o retratos que nos presenta, pero, y esto resulta inevitable conforme uno se contagia del entusiasmo y del pesimismo del libro, también persigue a sus propios Homo irrealis, es decir, cierras el libro, “Homo irrealis”, y la lectura no finaliza ahí, André consigue lo que pocos autores: hace del libro una extensión que aborda la vida diaria del lector, de tal forma que, de entre el polvo de esa memoria con la que el mismo André juguetea lo mismo que un niño, el lector también tiene sus Homo irrealis, son inevitables, es un extra de la lectura, como si se tratase de una enfermedad incurable y altamente contagiosa. Y quizás esto que les señalo les parezca totalmente disparatado, pero recuerden que muchos de los grandes momentos de la belleza y del arte están hechos de grandes disparates, así que pueden adquirir el libro y comprobar que esto que les digo es cierto y perseguir en esa arena pantanosa sus propios Homo irrealis.
André Aciman siembra la mayor parte de su propuesta literaria en torno a la memoria. Juega con ella. Su libro es como una máquina del tiempo que si algo enseña, y miren que no tendría por qué enseñar algo, es una memoria bien “educada” siempre puede rendir grandes frutos. Por eso no es ocioso señalar que a André se le ha comparado con Proust: los dos hacen uso de la memoria como artilugio de grandes obras literarias, pero no solo eso: tanto Proust, como André saben que la memoria tiene limites, que los recuerdos, por muy claros que sean, son imprecisos en la mayoría de los casos, y es aquí donde recurren a la reconstrucción de hechos y aquí es donde entra, en el caso de André, el efecto Homo irrealis, que por supuesto no se los voy a contar porque sería adelantarles mucho del libro y eso prefiero que lo averigüen ustedes por su cuenta.