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viernes, 13 junio, 2025
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El viaje iniciático de Evangelina

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Por: La Gualdra •

La Gualdra 672 / Libros

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Por Mario Alberto Medrano

En las largas filas de la literatura, hay un puñado de obras que se pueden identificar como iniciáticas. En alemán, se le denominó bildungsroman, que es un concepto para definir a las novelas formativas, que se caracterizan por un arco de aprendizaje del personaje central, y éste comprende la infancia, la adolescencia hasta llegar a la madurez o, en algunos casos, la muerte. 

Entre aquéllas que considero fundamentales en mi formación, se hallan: Demian, de Hesse; Matar a un ruiseñor, de Harper Lee; Jakob von Gunten, de Robert Walser; La flor púrpura, de Chimamanda Ngozi Adichie; Un mago de terramar, de Ursula K. Le Guin; Se está haciendo tarde, de José Agustín; la de Robert Musil sobre Törless (siempre me ha parecido una terrible traducción de la novela del austriaco). 

Es en este grupo de obras en el que se encuentra Duerme, cicatriz (Tusquets, 2025), la más reciente novela de Nora de la Cruz. También trae consigo su carga familiar, social, corporal y cultural. Nora, a su manera, refleja su tiempo y sus circunstancias, la desigualdad de género y social, los códigos del romance (adolescente y adulto) y, sobre todo, las cicatrices que deja la toma de decisiones. 

Evangelina, la protagonista de esta historia, nos cuenta desde el presente en una sala de urgencias su pasado, comenzando en la secundaria. En un vaivén de tiempos, la narradora abre el panorama de su vida al lector, narra cómo es que llegó a un hospital obstétrico a causa de una mancha de sangre en su ropa interior, estando ella embarazada. Regresa a la casa materna para decirnos cómo inició su vida social, las amistades que la marcaron y que fueron el principio de todo. 

Por ejemplo, Gio, la primera amiga-confidente; Isela, quien le enseña por primera vez a maquillarse y vestirse para un chavo; Lidia, quien le da pautas para el cortejo. En ese pasado, que transcurre entre el final de los años ochenta y el inicio de los noventa, conocemos la inocencia y vulnerabilidad de una joven que se siente fuera del mundo, incómoda en el corsé social, ajena al cliché del romance.

Ella, Evangelina, una mujer. Ella, Evangelina, una adolescente. Ella, Evangelina, un cuerpo. Ella, Evangelina, una cicatriz en el útero del que no saldrá una hija, ni una herencia, ni una historia para compartir. Y es justo en este punto, el de la maternidad, donde se centra uno de los temas neuronales de la novela. La posibilidad de ser o no madre. Porque Evangelina tiene una mamá, ejemplo de rectitud, acartonada, y una hermana-madre, ejemplo de consideración y paciencia. Pero también están las otras, las ajenas, los modelos de las amigas. 

Lo anterior podría cobrar un tono de tragedia (como ocurre con la obra de Chimamanda), pero existe un antídoto para ello, y es el humor. Nora de la Cruz, como una standupera aficionada, entra a escena con la vena sarcástica, cargada con el doble filo de la gracia y la violencia. La narradora, que suele romper la cuarta pared para hablarse a sí misma, está dotada con un sentido del humor ácido, pero casi siempre tierno. A lo largo de Duerme, cicatriz, el lector halla una narración que va de la inocencia a la sensibilidad, del cuidado a la disrupción. 

En toda esta historia, la del presente en la sala de urgencias, hay un objeto de odios, y ése es Tito, el nombre del hombre. Su presencia, como la de Eduardo, padre de la narradora, es, en esencia, circunstancial, una inercia de la vida, pues lo que la autora quiere decirnos es que el aprendizaje de Evangelina tiene un efecto directo gracias a las enseñanzas de las otras mujeres, una telaraña de complicidades.

El cordón umbilical entre Evangelina y el nonato es el vínculo de la sangre y la vida. Y mejor dicho, de la elección y la promesa. Entre ser madre y no. 

Duerme, cicatriz revela temas centrales de la actualidad social: la violencia, el patriarcado, la maternidad y el cuerpo como territorio de aprendizaje. Lo que hace De la Cruz es ofrecernos su versión, personalísima, del epicentro de su cisma y sismo. El tono, a veces edulcorado, otras divertido, siempre oral y juvenil, permite empatizar con la protagonista.

Sin adentrarse demasiado en el orden social-político, como ocurre con algunas otras obras que tratan sobre el patriarcado, ésta suele no desviarse del tema central, aunque a veces se vuelve monótono el contexto, y donde los personajes masculinos caen en estereotipos (de manera intencional). 

Con Duerme, cicatriz, Nora de la Cruz, es cuerpo, es víscera, es saliva, sangre, mierda y dolor; pero a su vez es tiempo compartido, experiencia y un largo soundtrack de música que transformó a la autora (sí, a ella), que también es algo de Evangelina. 

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