Según Adolfo Aguilar Zínser, a don Antonio López de Santa Anna sus contemporáneos lo apodaban “El quince uñas”; él prefería, en cambio, que lo llamaran su Alteza Serenísima. Al dictador no le alcanzaban ni las manos, ni los dedos, ni las uñas, ni las horas del día, ni el tamaño del tesoro nacional para saciar su voracidad. A don Antonio le daba por llevarse descaradamente, o por medio de subterfugios, por las buenas o por las malas, para sí o sus cortesanos, para sus parientes y sus amigos, y con mucho esmero también para sus galanas, lo que no era suyo, lo que le gustaba, lo que quería regalar.
Don Antonio no escondía su concupiscencia, no se avergonzaba de su ambición por los bienes públicos y haberes ajenos. Todo lo contrario: se ufanaba de ello lo hacía con desfachatez y buen humor, con audacia y picardía. El pueblo tampoco se lo reprochaba, más bien lo festinaba; hacía de ello burlonamente una leyenda, un regocijante tema de tertulia. Hasta sus víctimas aceptaban con resignación el atraco e incluso se avenían a compartir su patrimonio con el opresor. Don Antonio era un tirano que jugueteaba todo el tiempo con su pueblo. Robaba y dejaba robar, siempre y cuando claro está, a él le tocara una tajada. Le encantaban las multitudes, los bailes y las francachelas; lo mismo se aposentaba en los refulgentes y perfumados salones de la elegante sociedad que en los sombríos y hediondos burdeles donde sin pudor, sin pedantería, populacheramente, el Presidente se entregaba al desenfreno. Entre sus mayores aficiones estaba el azar, las peleas de gallos, los naipes. Era un apostador convulsivo y habituado a ganar, y sólo muy contadas veces, por algún motivo avieso, honraba sus deudas de juego. Tal vez la gente no lo quería; de hecho sus amigos y beneficiados, aún más que sus rivales, conspiraban incesantemente contra él. No obstante, el pueblo lo festejaba, y, más que tolerarlo, compartía con él sus inclinaciones libertinas, su desenfado para timar y sorprender al prójimo, su sensualidad vulgar y grotesca, su ansia por sacar ventaja de los puestos públicos, el púlpito y los rangos militares; su cinismo para engañar y burlar.
En aquel México recién emancipado del tutelaje colonial, todo era provisional e incierto. La sociedad no sabía muy bien qué hacer con su independencia, con su gobierno y sus tesoros; la de México era una gente desorganizada y dispendiosa, ebria y trasnochada por los jaloneros y sobresaltos de constantes guerras civiles asonadas y levantamientos de jefecillos militares, de próceres y caudillos instantáneos. La caída de la producción y el comercio, la pérdida de la opulencia colonial y el asedio a la integridad por el ensoberbecido vecino del norte dejaron sin rumbo ni fe en sí mismos a los mexicanos. El del santannismo era un pueblo sin entusiasmo por su nación, sin muchas ganas de edificar su futuro. Aquel México se desorientó de tal manera que echó por la borda oportunidades excepcionales de construir una nación fuerte y desperdició un tiempo precioso. La sociedad sobre la cual gobernaba Santa Anna no supo o no pudo encontrar otro motivo de vinculación con el Estado; ni otra relación con sus gobernantes y con sus líderes que no fuera la corrupción, el relajo, el chisme, el rumor, la conjura la sedición. Los mexicanos de aquel entonces, como en cierta medida nos ocurre a los de ahora, se dejaron llevar por la desilusión, por el desengaño y la resignación.
En esos años extraviados y pintorescos que van desde la caída de Iturbide hasta el último día de la caída de don Antonio, jocosamente relatados por Leopoldo Zamora en su historia novelada de la dictadura de Santa Anna, México sucumbió a las extravagancias de un caudillo y a la crueldad de los caciques; estuvo a punto del desmoronamiento y dejó que los estadounidenses, súbitamente transformados en imperio, pasaran sobre él, le arrebataron parte de su espacio físico y geopolítico vital y lo redujeran de ahí en adelante, a la triste condición de “patio trasero”.
Don Antonio López de Santa Anna era sin lugar a dudas un gran corrupto, sin embargo la sociedad mexicana, asentada en la gangosa mezcla de dos cultura con densidades muy distintas, que juntas no llegaban a cuajar, tenía en su ser y en su entraña todos los antecedentes culturales patrimonialistas de la colonia, todos los hábitos, los valores y los estímulos y hasta las instituciones formales e informales con los cuales nutrir el hambre santannista de corrupción.
La corrupción en México tiene un continuo histórico, un hilo conductor que viene de muy atrás, de los vestigios combinados de nuestra civilización india, mestiza y criolla. Se manifiesta de múltiples maneras, unas ominosas y otras benignas; está en los actos más ruines de nuestros gobernantes y en los gestos más solidarios de la sociedad; el abuso de poder para fines de lucro, el tráfico de influencias, “la transa”, se manifiestan en la ambición y soberbia de las autoridades, lo mismo que en la camaradería de los compadres y parientes.
Hasta nuestros días corrupción.