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sábado, 10 mayo, 2025
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Adolfo Castañón: La sombra y su vuelo

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Por: La Jornada Zacatecas •

La Gualdra 639 / Literatura

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Por: Mario Eraso

 

Para Adolfo Castañón la escritura es la gran sombra. Como crítico, como lector, como poeta, creo que le inquietan los pasos por los cuales esa gran sombra se transforma en algo más real que lo real, aunque a veces esa sombra de sombras se diluya, se licue o se queme; en tal sentido, puede despertar su obsesión el juego de imágenes opacas que una letra proyecta sobre otra, pero también el que se yergue de una línea, una hoja, un autor o una época. América sintaxis tiende a ser una de las manifestaciones de ese juego, porque allí Adolfo Castañón muestra que quien quiera escribir sobre América, está obligado a escuchar una pluralidad de voces, entremezcladas en un conjunto de ecos, de secretos y de figuras tan o más antiguos que el idioma. Desde 1507 es lugar común de la historia aceptar que con la palabra “América”, usada para nombrar a todo un continente, se rinde homenaje al viajero italiano Américo Vespucio; pero el poeta colombiano William Ospina piensa que es probable que esa palabra, “América”, ya existía en antiguas lenguas de este lado del mundo antes del encuentro de civilizaciones ocurrido en 1492, y significaba “El país del viento”. Es evidente que con esta conjetura Ospina no pone en duda la veracidad de la historia sino que, por el contrario, quiere reforzar la memoria de los habitantes de América con una imagen más auténtica y, por qué no decirlo, más hermosa. Si nacimos aquí somos hijos del país del viento.

Otro tanto acontece con el aliento latinoamericanista que impregna la escritura de Adolfo Castañón, convirtiéndose poco a poco ante nuestras miradas en un acontecimiento que comienza a parecerse a la sabiduría, porque, tal vez, la sabiduría es una transparencia oscura que queda cuando el corazón del viento ha sido desdoblado y las obsesiones errantes se han manchado, se han ido o se han cocido con las palabras. Así, cuando él habla en su libro de Gloria Posada, añade que “el poeta en la lucha con su sombra” es quien, finalmente, puede respirar al otro lado del poema -el poeta y con él, el lector-, siempre que antes haya confrontado en soledad a su soledad. ¿Contra quién combate el escritor cuando escribe? La silueta del peleador solitario evoca el comentario de Charles Baudelaire sobre Constantin Guys (1). Con todo, no es extraño que José Luis Martínez, en su discurso por el ingreso de Adolfo Castañón a la Academia Mexicana de la Lengua, haya señalado su predilección por el poema “Aires de cocina”; ¿no es, acaso, el arte de cocinar uno de los juegos más solitarios y, al mismo tiempo, de los más comunitarios; un combate vital de sombras que se cuecen y se evaporan, de elementos que saltan y vuelan, de muertes que se transmutan en vidas?

En Adolfo Castañón prevalece una visión sagrada, porque cocinar, leer o escribir pueden ser una manera de consagrar el mundo. Escribir es convocar. Y así como la cocina es la habitación más añorada de la casa, un lugar de encuentro y comunión, el sitio donde se develan los misterios de la familia, la página en blanco es la antesala donde se ordenan las sombras: “El mundo es un gran libro hecho de símbolos y el poeta ha sido llamado para dar fe de él […]. A partir de ahí, la tarea es aparentemente sencilla: ordenar esos símbolos, organizar con los datos de la experiencia una morada para el hombre” (2). La idea de orden puede ser útil para comprender la imaginación creativa de Adolfo Castañón; su amor inamansable por los libros, esa energía bibliomántica que lo ha llevado a practicar su re-colección como si éstos fueran miniaturas radiactivas del árbol de Diana, es la otra cara, menos real si se quiere, de su peregrinación por la escritura. Dice Adolfo Castañón que la intención de Luis Cardoza y Aragón fue, “rescatar y restaurar el caos milagroso y absoluto de las sensaciones”(3). Es posible que es la de todos los poetas: aprender el alfabeto de las sombras para vislumbrar el universo, su centro, sus lindes o lo que está más allá o más acá del laberinto. Adolfo Castañón acepta esta lección, pero creo que ha aprendido a frotarse los ojos para irse anudando a otra. 

Concebir, por ejemplo, una casa adentro de una biblioteca donde se desbordan o se entretejen todos los folios (los escritos, los soñados, los que se están escribiendo, los que se escribirán), es una idea fantástica e imperfecta, pero no menos cautivadora que escribir poesía. Por lo mismo, al comienzo y al final de este juego de apariencias, de apariciones y de desapariciones, que va de la cocina en que arden los recuerdos a los contornos quijotescos de la Biblioteca Adolfina, de la traducción a la política del anti-robo, de los pasos a los repasos, de probar a aprobar o reprobar, de la colección a la recolección, de la ilusión a la sanación, del estoicismo al epicureísmo, y que se hace desde la pasión por la lectura, se despliega la poesía de Adolfo Castañón. La suya tiene levedad, aunque es proporcional a la quemadura de su vuelo:

 

[…]
Así cada quien recibe su apellido
embalsamado en el fuego.
Nos hacemos polvo en la fragua de nuestro nombre,
el nombre, a su vez, ceniza en la gratitud.
Gratitud por el sol que nos aplasta,
por las espinas en el corazón,
por la tierra que derrumba nuestro paso,
por este silencio
donde las palabras yerguen sus raíces
como objetos en un cuarto oscuro.
Aullamos —al cielo llega una canción.
La danza dibuja nuestro eclipse.
Pedimos ayuda sin saber
que damos gracias por el peligro.

 

“La otra mano del tañedor” (4)

Lenguaje ávido de claridad y de intimidad. Aunque ahí nada haya de ingenuo. El poeta sabe que debe desconfiar del lenguaje para dominarlo y que ésta, a su vez, es una afirmación temeraria: las palabras difícilmente obedecen y, muchas veces, terminan por devorar a quien desea transformarlas. Así, pues, la poesía es una experiencia mental, un ensayo de iniciación que no consiste en buscar o descubrir, sino en gravitar en una celda cuyas ventanas están inclinadas, fundidas al techo de una biblioteca: 

 

Estoy aquí y, ¿les parece increíble?, creo que siempre he estado aquí. Aquí con uno. El de ayer también. Aquí y ¿mañana? las voces se van secando como cangrejos yertos sobre la roca. Esta pared de farallón que se escala con la palabra ¿baja?, ¿sube?, ¿está siquiera en el camino? No sé adónde voy porque ni siquiera sé si me muevo. Quieto en el asiento de un tren desbocado o en un trono de roca ante el mar mientras el planeta divaga por el espacio como una pluma sobre el agua. Dicen que uno conoce su nombre. Pero ¿cómo se llama el que conoce mientras sube la marea? 

[“¿Vacas o fantasmas?”, p. 308]

 

Creo que en sus poemas en prosa, Adolfo Castañón logra atisbar las huellas sutiles que va dejando la poesía. En todo caso, ellos prueban la germinación de la semilla, el tránsito por el cual se tantea en lo oscuro para atraer a la luz. Fasto y hermetismo pueden ser sus cualidades negativas; sin embargo, esto no impide que, tras la lectura de estos fragmentos donde brilla la memoria de los ancestros y se concilian las sombras fraguadas en los viajes, en el amor, en la amistad, el lector alcance a percibir la intención de una voz combativa que se extiende, se hace palpable para acercarse, como si las albas encontraran desnudo a su autor, cubierto por hojas blancas, sueltas, transparentes: 

 

El Viejo del Agua viste un tronco que es un bosque en sí mismo, una fronda que se ensancha selvática a raudales, una sombra que avanza y dibuja en el aire un palacio ameno y fresco. Porque el árbol gigante en cuyas ramas podría descansar un pueblo, es un ser hospitalario, un añejo amigable atlante que abre los brazos a los niños y deja que aves y pájaros de toda algarabía y plumaje vengan a revolotear entre sus hojas. […] Y, si se mira bien, en alguna rugosidad de aquel enroscado pliegue, entre aquellas vetas arborescentes, verás inscrita la figura de tu ciudad, grabado tu rostro en el jeroglífico de una mancha, tu cuerpo en el coriáceo anagrama de una veta porque, en verdad, sólo, somos un trazo de corteza, una escena del maderamen sagrado que desde siempre se alza como un río esmeralda hacia el cielo. Pero yo sé que el sabino de laberíntica edad difícilmente remontable no es a su vez más que un chico que juguetea a la sombra de las montañas envueltas en niebla. 

[“Árbol Atlante”, pp. 288-289]

 

La reinterpretación de este aleph vuelve a ser inquietante. Cada árbol solitario es todos los árboles, una sola sombra larga que concentra las fuerzas del pasado, el presente, el futuro, y también los puentes, las ascendencias, las descendencias a que tiene derecho cada ser por el hecho de estar vivo y saber entregarse a la contemplación. Entre los pliegues del árbol y los repliegues de su sombra se proyecta el primer libro leído, que, tal vez, puede ser el último en ser escrito. “Carta a Francisco Cervantes” es, en este sentido, una poética. Al final del párrafo que la concluye, resuena el espíritu guerrero del endecasílabo: 

 

Surge de tanto en tanto en el horizonte para orientar nuestras caravanas. Hoy apareció en sueños cuando todo el pueblo dormía y nos despertamos para saludarlo. Ha desaparecido y deja en nuestras manos, como recuerdo, un libro que es cuatro libros, un libro de tierra, aire, fuego y agua. Navegaremos en él, lo incendiaremos, le daremos la intimidad de nuestra respiración y luego sembraremos la tierra con sus frutos. Tal vez así se cure nuestra sombra. 

[p. 341]

 

De casi nada vale preguntar hacia dónde crece un árbol, dónde tiene incrustadas sus raíces, si un libro se lee de fin a principio, si una ciudad se camina de izquierda a derecha o si es preciso navegar o escribir. Saber para curar es la pretensión de quien practica el arte de la poesía. En su comentario sobre Álvaro Mutis, dice Adolfo Castañón que el poeta es “el enfermero que da nombre a las cosas”. Para seguir las huellas de esta incertidumbre habría que agregar que el poeta no tiene escapatoria: un segundo o todos, un día o ninguno, ahora o siempre, y de súbito las imágenes comienzan a arder y de lo profundo del fuego se alza una bendición: el monograma de la claridad. Aprender a salir de la casa puede ser la primera condición para enseñar a cantar en las afueras; la última, hacer memoria para limpiar las heridas que quedan, allí donde la imaginación poética ha luchado a muerte contra la desolación:

 

Dentro de la casa, donde un hueco en el techo hace pensar que se trata de un observatorio, el lector cierra los ojos, siente las sendas que se pierden en su mente, reconoce dentro de sí ciertas figuras voluminosas que a veces le parecen nubes, a veces, cascadas. […]. El sabor de la boca seca es áspero y la lengua parece empedrada. Tan seca que casi duele. Hay una llaga en mitad de la lengua y en la garganta un erizo, una fruta metálica hecha de alfileres que producen una música incomprensible. Tal vez por eso el lector calla. Sabe que sólo tras días y noches de acecho puede empezar a cantar el árbol que crece en su interior. Cuando el árbol que le crece adentro empieza a hacer sonar su fronda, se debilita el viento que viene de las calles. El árbol danza y hace volar su sombra al compás de la cornamusa. El árbol crece alimentado por el agua de la danza. Crece insensiblemente dentro del cuerpo, las hojas de su copa empiezan a salir por la coronilla.

[“El señor pasea por su casa”, p. 343]

 

Había una vez un hombre; en el hombre, unas manos; en las manos, un libro; en el libro, unas palabras; en las palabras, una caricia; en la caricia, un niño; en el niño, unas sombras; en las sombras, un pájaro. 

 

 

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