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martes, 20 mayo, 2025
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Nivel champions

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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

Al salir del museo Reina Sofía —tras presenciar una exposición de Hans Haacke, Castillos en el aire, recuerdo que era su nombre, tratándose de una variante más de esa rueda de bicicleta de Duchamp que aún sigue girando inalterablemente—, decidimos tomar la línea de metro en la estación de Atocha, con dirección a Fuencarral.

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Eran los últimos días invernales y, cosa extraña en Madrid, no arreciaba el frío ni llovía. En pocas estaciones transbordaríamos en Tribunal la línea 10 que nos haría llegar a Alonso Martínez, donde estaba nuestra calle: Almagro. Bueno, ésa era nuestra intención. Cuando finalizamos el primer trayecto y bajamos del vagón para cambiar de tren, apareció un ejército rojo que nos hizo seguir la dirección inicialmente pensada. Gabriela, mi mujer, además de ejercer el oficio de la fotografía, alguna vez estudió la lengua de Pushkin y así tradujo lo que esos hombres balbuceaban entre tragos de cerveza.

Al otro extremo del vagón, perdido entre la marea moscovita, había un hombrecillo que no paraba de gritar en castellano algo que más tarde supe interpretar en su contexto. Gabriela y yo terminamos flanqueados por doquier, sin posibilidad de escapatoria. Inmovilizados, vimos pasar las estaciones Gregorio Marañón y Nuevos Ministerios; luego, a la siguiente parada, el vagón quedó desierto. Sabiendo que nuestra ruta inicial había sido modificada, decidimos seguir a los rusos, desembocando en el Paseo de la Castellana, a los pies del Santiago Bernabéu.

Habíamos sido arrastrados por la hinchada del Spartak de Moscú que defendía su permanencia en la Champions League ante las huestes de Mourinho y, de igual manera, nos dejamos ir una vez más por la mágica emotividad impregnada en el ambiente hasta posicionarnos en las gradas del estadio. Presenciamos un partido que además de los aciertos del Real Madrid —al menos en ese momento el camino hacia la décima orejona se acortaba un pelín menos con los goles de Benzema, Ötzil y Cristiano— me hizo tener consciencia del grado en que el futbol impregna la vida de un pueblo.

A espaldas de la portería de Iker Casillas —entonces nadie era capaz de pronosticar que meses después perdería su indiscutible titularidad—, los Ultras Sur coreaban al unísono esa misma frase que el hombrecillo del metro había repetido de manera incesante como intentando encontrar alivio ante la asfixiante vorágine del equipo contrario: “¡Puta Barça! ¡Puta Barça!” ¿Por qué pugnar contra un club que estaba ausente de la cancha? No se me ocurre explicación alguna salvo que el Barcelona se ha convertido en la metáfora perfecta del rival a vencer, un concepto que rebasa la frontera del intelecto al trastocar el lenguaje para volcarse en una acción que funciona de forma habitual, tanto que su ausencia sería notoria cuando se desaprovecha el instante preciso en que debería hacerse presente, ni un segundo antes ni un segundo después.

De la pasión por el futbol, los españoles han adoptado en su rutina diaria una colección de conceptos que son aplicados en sus filiaciones más mundanas. Por ello resulta obvio que su sistema conceptual se desarrolle a partir del deporte más popular del mundo al definir un aspecto de su realidad cotidiana. De ser verdad que el sistema conceptual tiene una correlación directa con la metáfora, una buena parte de los españoles piensa, experimenta y se expresa a través de una medida metafórica versada en los alcances que puedan llegar a tener el Real Madrid o el Barcelona tanto en la liga como en las competencias europeas, incluidos los fichajes, la vida extra cancha de los jugadores y los técnicos, así como las generaciones que marcaron época según la presidencia en turno. Bajo tal naturaleza lingüística logré entender a plenitud la variedad de expresiones relacionadas con el equipo merengue.

Cierta vez que presencié una clase de Fernando Rodríguez Lafuente, editor del ABC cultural y alguna vez director general del Instituto Cervantes, al mencionar ciertas series inglesas producidas por la BBC, citó una referencia setentera que versaba sobre la vida de William Shakespeare, haciendo alusión a la calidad actoral y argumentativa de la misma, ironizando sobre la contrarreforma emprendida en España al contestar con una pobre propuesta cervantina. Para medir la calidad de ambos filmes, Rodríguez Lafuente subrayó que la producción inglesa era nivel Champions League mientras que la contraparte sobre el autor del Quijote no pasaba de ser Copa del Rey.

A favor de su cinefilia, tampoco desperdiciaba la oportunidad de recomendar películas que fueran dignas de ser fichadas a manera de un crack, ya fuera en el mercado de verano o en el mercado de invierno, es decir, en periodo vacacional. Y gracias a su gran valía como editor, varias veces argumentó en clase conjeturas hacia ciertos novelistas contemporáneos olvidados que deberían integrarse al selecto grupo de Galácticos (haciendo analogía a la era de Florentino Pérez en conjunción con Figo, Zidane, Ronaldo y Beckham) o, mínimamente, completar la Quinta del Buitre (conformada por Míchel, Pardeza, Sanchís y Martín Vázquez) en los anales de la literatura del siglo 20. ■

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