Segunda y última parte
LAS PROFUNDAS DIFERENCIAS entre los jefes revolucionarios aparecieron con toda su fuerza tras la derrota del asesino de Madero. No se trataba de desacuerdos o antipatías personales, aunque estas bien pudieron existir; no se trataba, tampoco, de discrepancias de carácter ideológico ni, aunque así pudieran sugerirlo las apariencias, del simple choque de ambiciones. En efecto, por encima de todas ellas prevalecía un trasfondo político: se trataba de que los diferentes grupos reivindicaban concepciones igualmente encontradas sobre los “grandes problemas nacionales”, como reza el título del célebre libro de don Andrés Molina Enríquez. Imponer un proyecto de nación requería, por fuerza, del control del poder. Esto lo sabían a la perfección Carranza y Obregón, además de sus generales. En cambio, a Villa y Zapata, les pasó inadvertido este aspecto crucial de todo movimiento revolucionario.
No puede pasarse por alto, llegados a este punto, el espontaneísmo de las masas que inicialmente se habían unido a un proyecto, el Plan de San Luis que, sin embargo, no contemplaba mayores cambios en el país, como no fuera en el ámbito de la política, específicamente en materia electoral. En este sentido, la proclama del Plan es bastante clara. Madero arengaba a sus seguidores diciendo: “Conciudadanos: No vaciléis pues un momento; tomad las armas, arrojad del poder a los usurpadores, recobrad vuestros derechos de hombres libres y recordad que nuestros antepasados nos legaron una herencia de gloria que no podemos mancillar. Sed como ellos fueron: invencibles en la guerra, magnánimos en la victoria. sufragio efectivo, no reelección”.
De transformar la estructura económica y, en particular, de atender la demanda campesina de expropiar los latifundios y distribuir la tierra entre “los que la trabajan”, como reclamaron los zapatistas, el Plan de San Luis no dice una palabra. Madero, igual que lo hizo Carranza después de él, no expresó nunca compromiso –ni siquiera interés– alguno al respecto. Villa, pero sobre todo Zapata, a diferencia de los coahuilenses, aunque, como ya se dijo, no tuvieron interés por el poder, tenían, en cambio, un claro compromiso con el campesinado del cual provenían. En una palabra, aun antes de ser convocada la Soberana Convención para finiquitar la Revolución mediante acuerdos, tenía en su seno la simiente del conflicto. Y la simiente dio su fruto a plenitud.
También en este punto, entonces, los procesos político-revolucionarios de México y Francia, cuyas líneas generales comparamos aquí a grandes rasgos sin pretender identificarlas, encuentran un elemento más de coincidencia: el fracaso para alcanzar un acuerdo sobre la base de una negociación política, condujo al régimen justamente llamado del Terror en Francia y, en México, a prolongar la lucha armada con una composición de fuerzas altamente significativa. Pero todo proceso social es específico. Sobre la Soberana Convención de Aguascalientes, por tanto, es necesario apuntar algunos aspectos claves, que formaron parte de ella pero que, sin embargo, la trascendieron.
Villa y Carranza se enfrentaron enérgicamente a propósito de la Toma de Zacatecas. El Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, como se hacía llamar, había ordenado al General Pánfilo Natera tomar la plaza. Luego de varios intentos y de una enorme cantidad de bajas solicitó refuerzos. Carranza ordenó a Villa enviar un contingente en apoyo de Natera. La respuesta de Villa fue que se requería el grueso de sus tropas para garantizar el éxito. La concentración de efectivos huertistas, su capacidad de fuego y las posiciones en lo alto de la sierra así lo exigían.
El desacuerdo alcanzó un punto crítico con la renuncia de Villa al mando de la División del Norte. Carranza la aceptó, pero los generales villistas no solamente la rechazaron sino que recriminaron con dureza al Primer Jefe diciendo: Señor don Venustiano Carranza: Su último telegrama nos hace suponer que usted no ha entendido o no ha querido entender nuestros dos anteriores. Ellos dicen en su parte más importante, que nosotros no tomamos en consideración la disposición de usted que ordena deje el General Villa el mando de la División del Norte, y no podríamos tomar otra actitud en contra de esa disposición impolítica, anticonstitucionalista y antipatriótica.
Si el general Villa lo obedeciera a usted, le señalan, abandonaría las armas por sujetarse a un principio de obediencia, a un jefe que va defraudando las esperanzas del pueblo, por su actitud dictatorial, su labor de desunión en los Estados que recorre y su desacierto en la dirección de nuestras relaciones exteriores. Sabemos bien que esperaba usted la ocasión de opacar un sol que opaca el brillo de usted y contraría su deseo de que no haya en la Revolución hombre de poder que no sea incondicional carrancista; pero sobre los intereses de usted están los del pueblo mexicano, a quien es indispensable la prestigiada y victoriosa espada del General Villa.
Por lo expuesto participamos a usted que la resolución de marchar hacia el Sur es terminante…
Los términos de la exposición, en efecto, son terminantes, sobre todo cuando, como en este caso, se expresan de manera contundente y van dirigidos al Jefe. Evidentemente, los generales de la División del Norte, particularmente Felipe Ángeles, a cuya cuenta cargan algunos el implacable lenguaje con el cual aquellos se comunican con el Primer Jefe, tenían conciencia de que Carranza quería evitar a toda costa, inclusive arriesgando el éxito de la operación militar, que el prestigio de la victoria recayera sobre Villa. Había sin duda, celo personal. Sin embargo, es de más peso el hecho de que Villa y Carranza no compartían el mismo objetivo. Basta, para confirmar lo anterior, leer con atención el Plan de Guadalupe, redactado por el coahuilense tras el asesinato de Madero.
El recelo que mostró Carranza hacia Zapata sería, si cabe decirlo, todavía mayor, lo cual queda planamente demostrado en la cadena de mando que condujo al asesinato del líder agrarista y la forma alevosa y traicionera bajo la cual se ejecutó la orden. El hombre de confianza de Carranza era el general Pablo González, a cuyas órdenes estaba el coronel Jesús María Guajardo, ejecutor de la orden de asesinar a Zapata; entre el grupo comandado por Guajardo se encontraba Rodolfo Sánchez Taboada, quien luego sería gobernador de Baja California, presidente del pri y, en el gobierno de Adolfo Ruiz Cortines, secretario de Marina. Por su parte, Guajardo fue premiado con un ascenso y cincuenta mil pesos en metálico ordenado por el propio Carranza “por los servicios prestados”. La autoría intelectual del crimen, por tanto, parece situarse más allá de la duda. No obstante el premio y el ascenso recibidos, Guajardo se alió con Obregón luego de la ruptura de éste con Carranza; murió fusilado en Monterrey en julio de 1920, apenas dos meses después del asesinato de Carranza.
La Convención se llevó a cabo en Aguascalientes por varias razones. Es verdad que influyeron, por una parte, su posición geográfica y, por la otra, la relativa neutralidad de la entidad frente a las distintas facciones revolucionarias. Sin embargo, otros factores operaron de manera decisiva. Luego del conflicto entre la División del Norte y Carranza y de haberse consumado la victoria de las tropas revolucionarias, un grupo de generales leales al Primer Jefe promovió una reunión entre representantes de dicha División y los jefes de la División del Noroeste, comandada por Obregón. Celebrada en la ciudad de Torreón, de ella salieron acuerdos que, rápidamente, conducirían hacia Aguascalientes.
Carranza, mientras tanto, tenía dos problemas frente a sí; el primero, pacificar el país y, el segundo, afirmarse como presidente de la República. Los dos propósitos confluían en la necesidad de asegurar el control de un ejército victorioso, carente de disciplina y fragmentado, pues era claramente más leal –una característica que, sin embargo, jamás excluyó la traición– a los caudillos que a las instituciones. Carranza intentó someterlo, más que institucionalizarlo; en dicho error se fincaría su posterior fracaso. Es oportuno mencionar, de paso, que sería el general zacatecano Joaquín Amaro quien operó la modernización e institucionalización del Ejército Mexicano.
El interés de Carranza fue presentado a los jefes de la revolución bajo el argumento de la necesidad de pacificar el país; en virtud de ello los convocaba a celebrar la Convención de jefes en la ciudad de México. Sin embargo, y quizá para su sorpresa, encontró una oposición unánime entre los caudillos revolucionarios, quienes eligieron reunirse en Aguascalientes considerándolo un territorio neutral, en tanto no estaba ocupado por tropa alguna. Dos hechos previos a la Convención presagiaban su futuro. En los acuerdos previos tomados en Torreón, se acordó que la Convención estaría integrada por un representante por cada mil soldados. Los partidarios de Carranza eludieron este acuerdo y, de inicio, el Primer Jefe se negó a enviar representante alguno.
Finalmente, la Convención relevó del mando de tropas a Villa y Obregón, así como de la Presidencia a Carranza nombrando, en su lugar, a Eulalio Gutiérrez. El Primer Jefe, por su parte, declaró en rebeldía a la Convención; el fuego amigo le había resultado particularmente perjudicial. Así, el general Antonio I. Villareal, quien había sido su aliado, sentenció en la Convención: “Y así diremos a Carranza y a Villa: la revolución no se hizo para que determinado hombre ocupara la presidencia de la República; la revolución se hizo para acabar con el hambre de la República Mexicana…”. Carranza se dirigió a Veracruz a reorganizar su ejército, contando todavía con la lealtad de Obregón, Pablo González y varios generales más.
Quedaba atrás la tardía invitación extendida, a iniciativa de Felipe Ángeles, para que asistiera Emiliano Zapata quien, finalmente envió una delegación. A la demanda zapatista del reparto agrario Carranza respondería que esa no había sido la causa que había provocado el estallido de la revolución. Por si fuera poco, acusaba a ¡Villa y Zapata! De que lo único que ellos querían era la presidencia. A espaldas de la Convención quedaban, también, argucias de Carranza, tales como los telegramas en los que denunciaba que las tropas zapatistas no habían respetado el alto al fuego acordado para llevar a cabo los trabajos de la Convención y seguían hostilizando a sus tropas en el Valle de México, o la infundada denuncia de un agente carrancista que aseguraba que el General Félix Díaz, sobrino del dictador Porfirio Díaz, había cruzado la frontera norte para ¡unirse a las tropas de Villa!
Mientras todo esto ocurría en la Convención, las tropas al mando del carrancista Pablo González se acantonaban en una prolongada línea que iba de san Juan de los Lagos a Querétaro. El general Villareal, por su parte, acusaba a la División del Norte de movilizar fuerzas en Rincón de Romos. Mientras la sombra del desencuentro se extendía mostraba mayor contundencia la incapacidad de los convencionistas para llegar al establecimiento de acuerdos políticos; la crisis de la política se transfiguraba de manera ominosa en prolongación de la violencia revolucionaria.
Socarrón y hasta cínico, entre broma y veras, Obregón había afirmado que los convencionistas deberían arreglar muy bien todas sus cosas antes de emprender la marcha con rumbo a Aguascalientes. No le faltaba razón. Muchos de ellos habrían de morir asesinados o fueron víctimas del asesinato criminal, así su ejecución se haya disfrazado como Consejo de Guerra, tal como le ocurriera al general Felipe Ángeles o, hayan sido asesinados en sendas emboscadas, aunque de diferente factura, como les ocurriera al propio Carranza y, en su caso, a Villa y Zapata. La modalidad para desaparecer adversaros cambiaría un poco en el caso de Obregón quien, según la versión oficial, fuera víctima de la inconformidad clerical y de algunos grupos religiosos. Sea o no cierta esta versión, la verdad es que el Manco de Celaya había transgredido las reglas del juego.
Junto con la vida de lo más granado de la pléyade de la verdadera “familia revolucionaria”, con la Convención de Aguascalientes se esfumó la posibilidad de establecer un régimen parlamentario que evitara la concentración del poder en el titular del Ejecutivo e hiciera efectiva la separación de poderes. En cambio, no obstante que el Primer Jefe también sería víctima de la violencia y la traición, le sobrevivieron su contumacia para retener el poder a cualquier precio, el autoritarismo y el recurso a los llamados poderes metaconstitucionales, que tanto lastraron la evolución hacia un modelo más democrático del sistema político mexicano. La otra parte de esta larga y dolorosa lección, es que buena parte de los cambios que modificaron esta desastrosa realidad, así haya sido muchas décadas después, llegarían de la mano de la política.