(Primera parte)
Es necesario reflexionar y actuar -individual y colectivamente, no solo a nivel local, sino entrelazando esfuerzos a nivel internacional, que nos permitan elucidar con la mayor claridad posible, asuntos compartidos, o, comunes, provocados por la violencia desatada en países como Colombia y México, en donde existen dos tipos de conflictos armados, con diferencias profundas, y, fuertes similitudes.
Aquí me limitaré a puntear –apenas- algunas correspondencias entre los planteamientos de los “movimientos” de las víctimas de la violencia, que, en sus luchas plurales y diversas, han reivindicado -la exigencia- del reconocimiento de sus derechos, y más ampliamente, de la construcción de la paz con justicia social -y dignidad-.
Tales demandas, para los regímenes oligárquicos neoliberales imperantes, representan amenazas “rupturistas”, y como tales deben ser capturadas, domesticadas, canalizadas por un marco institucional que las canalice, impidiendo su desbordamiento. Si no, serán atacadas, tergiversándolas perversamente, criminalizando las protestas, revictimizando a quienes han padecido ya la(s) diversas formas de violencia(s).
Elucidar ambas realidades, nos ayudaría a fortalecer nuestras capacidades de “anticipación” y de “incidencia” democrática ciudadana, todavía inmaduras y poco democráticas. Estas son fundamentales, ante la actual “crisis civilizatoria”, acelerada con la mundialización efectiva del capitalismo financiarizado.
La diferencia más evidente, ente ambas realidades, es la persistente presencia en Colombia de los grupos guerrilleros, cuya impronta marca las trayectoria y dinámicas del conflicto político -y social-.
Desde hace 6 décadas, la violencia, atraviesa la historia colombiana. En el vértigo de un proceso de degradación sistemático, se han ido intercambiado las posiciones de victimarios y de víctimas, haciendo de la tragedia colombiana un teatro de guerra, donde es difícil percibir –para un observador externo- los procesos de radicalización democrática.
Alrededor de 6 millones de desplazados, cerca de 4 millones de exiliados. Con cifras que oscilan entre 4 y 7 millones de hectáreas, que han sido -literalmente- robadas a sus propietarios (“acumulación por desposesión”), 57 mil desaparecidos. Más recientemente, 5,800 “falsos positivos” (personas inocentes, asesinados por las fuerzas de seguridad, para hacerlos pasar como “subversivos”), etc., etc. Las estadísticas son terroríficas, y siguen siendo cifras “frías”, distantes aún, del infierno que ha atravesado –y sigue viviendo de diversas formas-, una parte fundamental de la sociedad colombiana.
Actualmente, se llevan a cabo las negociaciones, difíciles y de inciertos resultados, para firmar la paz, entre el Gobierno de Juan Manuel Santos, y las FARC. Secretario de Defensa en el período de Uribe, después presidente. Recientemente reelegido presidente, apoyado por los sectores progresistas, como un “mal menor” frente al peligro del regreso del Uribismo (Álvaro Uribe, es cuestionado por sus nexos narcoparamilitares). Santos, se reelige, también, por su “manejo” del anhelo de paz, relativamente extendido en la sociedad.
Lograr la paz, es el motivo de las mesas por la paz en la Habana, actualmente en curso. Mientras de un lado, existen sectores reaccionarios que se han beneficiado, y siguen ganando, con la guerra, dedicados a “sabotear” directamente las negociaciones, por el otro lado, intervienen un complejo político de actores -heterogéneo- (desde una parte de la derecha, a la izquierda institucional y social, incluyendo a las organizaciones guerrilleras). Interesados por diversas razones, en la paz. Imbricados, cada quién, con fuerzas internacionales imperiales, o, aliándose con otras fuerzas, que pugnan por una geopolítica multilateral. Todos, desde diferentes posiciones, están, o bien, interesados en eliminar los -pesados- obstáculos que se oponen a la paz -entendida de distintas maneras-, o bien, en mantener la guerra y el imperio del caos como único modelo.
Dos realidades, dos laboratorios políticos, donde los regímenes “realmente existentes”, han “extremizado”, con diferentes temporalidades, comportamientos, y tendencias. En Colombia, el narcotráfico, la narcopolítica, el paramilitarismo, en el marco de una guerra contra el narcotráfico, y de contrainsurgencia, justifican la militarización hipertrófica. Estos fenómenos, (con la excepción de la guerrilla, y parcialmente del paramilitarismo), comenzaron a cobrar una intensidad parecida en México. Donde, se replica –también- el Plan Colombia, con el Plan Mérida, por parte de Estados Unidos.
En ese contexto socialhistórico, en Colombia, se impulsaron, la Ley de Atención, Asistencia y Reparación Integral a las Víctimas de Violaciones a los Derechos Humanos e Infracciones al Derecho Internacional Humanitario; integrada en un mismo proyecto, junto a la Ley de reparación integral de victimas “por la violencia generalizada” y la Ley de restitución de desalojados y despojados de tierras.
Elucidar los resultados de sus aplicaciones, y la forma en que mejoraron –o empeoraron- la justiciabilidad para los millones de víctimas de la violencia, así como su efectiva contribución a la paz con justicia social, cobra una especial importancia, para México.
Necesitamos una evaluación ciudadana de la Ley General de Víctimas, y en Zacatecas (de la Iniciativa de Ley de Atención a Víctimas del Estado), son un referente obligado. Volveremos sobre ello.