La Gualdra 666 / Alberto Huerta In Memoriam
Cuando entré a la prepa también comencé a llevar un diario. Por aquellos años descubrí el teatro, y en él a tres maestros: Alberto Huerta, Mirna Brandán y Román Méndez; cada uno me mostró un camino, cada uno me propuso una aventura irrenunciable, una forma de vida más viva y arriesgada, digna de recordarse.
Había que llevar un registro de eso que en el teatro es irrepetible, precario, incandescente. Cada día de ejercicios, de improvisación, de ensayo, me parecía inolvidable, digno de ser pasado por escrito. Aunque los estrenos puedan ser lo más frustrante del mundo, una tarde en el teatro suele dejar recuerdos para toda la vida. Quien haya subido a un escenario lo sabe, pues el espacio escénico está saturado de intensidades fulgurantes, libre de los grisáceos tonos del mundo como suele ser afuera de la escena.
En presencia de Alberto Huerta tenías la sensación de escuchar a alguien que lo había visto todo, que lo había probado todo, y que además quería que lo vieras todo y lo probaras todo. Aprendiz de torero, dentista, escritor y maestro de escritura en las Islas Marías. Descubrí que había publicado un libro, Ojalá estuvieras aquí (1977) que había ganado un premio nacional de cuento, también que había ido a París, pero no a ver la torre Eiffel, sino tras la huella de sus presencias tutelares, principalmente las de Samuel Beckett; además supe que Huerta era compadre de Alejandro Aura y que otro Alejandro, Jodorowsky, lo había expulsado de uno de sus cursos por insolente; que mi maestro llevaba un tatuaje y que a un par de metros ya te envolvía su fuerte olor a café.
Nos hablaba de arte, pero también de política, de cine, de literatura. A sus clases invitó a escritores como Armando Adame, mi vecino, que resultó ser poeta. También nos hizo asistir a algunas sesiones con Emilio Carrasco, que por aquellos años estaba a cargo del Taller de Artes Plásticas de la UAZ, donde pude conocer a un par de muchachos, Tarcisio Pereyra y Gonzalo Lizardo, de los que con el correr del tiempo pude aprender y tomar ejemplo, en la medida de mis posibilidades, del sentido de la búsqueda y el rigor artístico. También en los cursos de Huerta conocí a Efraín Martínez, con quien soñé la posibilidad de abrir una escuela de Artes dentro de nuestra Universidad; juntos escuchamos el dictamen de Huerta sobre un curso de entrenamiento actoral que nos hizo tomar, basado en explorar el umbral del dolor y la fatiga física. “Mucha chinga para nada”, dijo, mientras veía, impasible, como nos reventábamos las ampollas de los pies.
En todo lo que hacía Huerta parecía estar en juego una declaración de principios, un reducto de dignidad insobornable. No quiso pertenecer al sindicato de personal académico, sino al de trabajadores. Afiliado al partido comunista, odiaba lo que en ese entonces se llamaba eurosocialismo, también el teatro “comercial” y en general la industria del entretenimiento. Era intolerante con la frivolidad y el narcisismo, tan común en el mundillo del teatro, tampoco permitía que le rindiéramos culto, ni que lo llamáramos maestro: “el maestro está en los cielos”, decía tajante y socarronamente. Nos quiso enseñar a tomarnos ese asunto del teatro muy en serio y a hacerlo sin concesiones. Propuso un repertorio de teatro ininteligible, cuyo centro de gravedad era Samuel Beckett: Pasos, Acto sin palabras y Catástrofe, entre otros. Como Beckett, desconfiaba de Ionesco, pero se le ocurrió que podríamos ensayar su Cantante Calva. No sé si alguna vez la estrenó.
Creo recordar que no soportaba los estrenos, ni en general las funciones. Alguna vez nos compartió esa idea de un teatro que sólo abriera sus puertas en días de lluvia, con uno o dos espectadores —mejor aún, ninguno— en la sala.
Decía Albert Camus que un partido de futbol deja recuerdos para toda la vida. Lo que para Camus fue el futbol, para mí fue el teatro; lo que para Camus fue el árbitro, el entrenador y el público, fue para mí durante algunos memorables años, mi maestro, Alberto Huerta.
Muchos más
Por Alberto Huerta
Cuentan los que cuentan cuentos que contaron y contaron. Mire nomás, ya los contamos y los volvimos a contar, por si acaso. Sí, los recontamos de a tres veces, y ¿qué cree? Todavía seguían faltándonos los cuarenta y tres. Pero espéreme tantito, faltan más. Muchos más.
* Publicado en La Gualdra No. 379, el 8 de abril de 2019.