Lo que ocurrió el pasado 2 de julio en Cherán no fue un hecho aislado. Fue una nueva ofensiva armada que busca desgastar la autonomía que este pueblo p’urhépecha ha construido con coraje, dignidad y memoria. Desde 2011, cuando se levantaron contra el crimen organizado y la complicidad institucional, Cherán ha sido un faro de resistencia y quienes han sostenido esa luz en medio del asedio han sido, sobre todo, las mujeres.
Las agresiones recientes son parte de un continuum de violencias patriarcales y extractivistas que buscan someter los territorios indígenas al despojo. Pero en Cherán, esa maquinaria de muerte se ha encontrado con un muro vivo, el de las mujeres que resisten desde el cuerpo-territorio. Ellas, no solo defienden la vida, la cultivan, la enseñan, la transmiten. Su resistencia no es solo física, sino simbólica, política y espiritual.
La Fogata de Mujeres por la Memoria de Cherán ha sido uno de los espacios donde esa defensa se teje cotidianamente. Han impulsado proyectos comunitarios para recuperar la fitoterapia, revitalizar la lengua p’urhépecha y fortalecer el relevo generacional. Han promovido huertos agroecológicos, y han sido partícipes de los proyectos de formas de justicia propia donde la dignidad de los pueblos no se negocia. Han hecho política desde el cuidado, el arraigo, la palabra y la acción. Y lo han hecho poniendo el cuerpo, enfrentando amenazas, silencios impuestos y balas.
Este proyecto de vida comunitaria cobra aún más sentido si lo miramos desde el contexto que rodea a Cherán. Michoacán vive un recrudecimiento brutal de la violencia con más de 500 homicidios dolosos hasta junio de 2025, el asesinato de seis alcaldes en cuatro años, explosivos lanzados con drones, secuestros, desplazamientos forzados, y comunidades enteras convertidas en botín de guerra para los cárteles. Las regiones de Uruapan, Zamora, Apatzingán o Tepalcatepec son ejemplos trágicos de cómo el Estado ha abandonado su papel de garante y se ha replegado o aliado, a veces tácitamente, con los intereses del capital armado.
En este escenario, ¿qué valor tiene la resistencia de las mujeres de Cherán? Todo. Porque no están defendiendo solo un bosque, una lengua o una fogata, están defendiendo la posibilidad misma de vivir en comunidad, de habitar el territorio sin miedo, de decidir colectivamente cómo vivir y cómo sanar. Han sacado de su territorio al llamado “oro verde”, el aguacate, que ha traído despojo, violencia y devastación ecológica, y han dicho sí a la vida en formas profundamente políticas con la resina, las plantas, la captación de lluvias, con lengua y con la recuperación de su historia.
A diferencia de los proyectos militaristas que se han ensayado en otros contextos como el de Colombia, donde tras décadas de guerra se ha demostrado que más armas no traen más paz, la experiencia de Cherán demuestra que la paz se construye desde abajo, con autonomía, memoria y justicia. El informe Cicatrices son memoria (2023) lo señala claramente; la militarización en territorios indígenas no solo fracasa, sino que reproduce la violencia, criminaliza a quienes defienden la vida y permite al extractivismo avanzar disfrazado de seguridad.
Por eso lo que hacen las mujeres de Cherán no solo es relevante sino urgente. En un México atravesado por el miedo, ellas apuestan por la vida. En un estado donde la política ha sido secuestrada por intereses oscuros, ellas hacen política comunitaria. Frente a la muerte, ellas no solo resisten, sino que crean, siembran, sanan y re-existen.
El ataque del 2 de julio busca quebrar esa dignidad, pero no lo lograrán porque lo que se defiende en Cherán no es solo un territorio, sino una forma de habitar el mundo que nos interpela a todos. Defender a nana echeri (madre tierra) no es una consigna romántica, es una necesidad urgente frente al actual colapso civilizatorio.
Cherán sigue en pie y con él, las mujeres que lo han hecho posible. Su verbo es la vida y su ejemplo es un faro para todos los territorios que aún resisten.