Si algún compromiso el gobierno de Peña ha cumplido a cabalidad ha sido el de mover a México, lo cual resulta cada vez más evidente: en 2012, por poner un ejemplo, el número de homicidios dolosos fue de 15 por cada 100 mil habitantes, cifra que los más de los observadores consideraron en extremo elevada, y que en 2016 escaló a 25; de la décima del mundo que alguna vez fue la economía mexicana pasó a ser la decimoquinta, y por esas andamos en prácticamente todos los indicadores.
El movimiento operado por Peña pasa desde luego por la política exterior; la cual a partir del gobierno del general Díaz ganó a México el respeto de la comunidad internacional, al grado de hacerlo un mediador por todos aceptado en las querellas diversas del ámbito latinoamericano, un factor fundamental del equilibrio regional y una voz a escuchar en los foros mundiales; cuyo eje consistía, básicamente, en una obstinada si bien sutil resistencia a jugar como peón de los Estados Unidos en el tablero mundial; lo que le permitía aminorar, a menudo significativamente, las desventajas inherentes a la crecida disparidad; y que bajo la conducción de Peña y el neocanciller Videgaray ha transitado al polo contrario, para alinearse abiertamente al servicio de Washington; lo que notable de suyo en un contexto cualquiera al ocurrir bajo un gobierno norteamericano que persigue con saña a los mexicanos por el hecho de serlo no puede sino llamar poderosamente la atención; y si a esto se añade la extrema inepcia desplegada por los neodiplomáticos mexicanos en el desempeño de sus nuevas comisiones, tal como sucediera recientemente en Cancún, nos percatamos vivimos una pesadilla sin precedentes históricos, cuyo referente menos remoto es la España de Carlos IV, bajo Napoleón Bonaparte.
Haya como haya sido México se ha movido; por lo que bien pudiera el licenciado Peña comparecer ante sus superiores y con la satisfacción del deber cumplido informarles: misión cumplida.
