Es estremecedor observar que niños que deberían estar trepados en un columpio o pateando un balón, sonriendo al viento con los ojos llenos de luz y, sin preocupaciones, aprendiendo los secretos del universo en una escuela segura, o caminando por la calle para ir al cine y soñar con su futuro mientras se llevan a la boca el alimento que hace crecer a sus cuerpos, niños que deberían habitar el reino del sueño, el juego y la esperanza, están con el cuerpo lleno de angustia, soledad, incertidumbre y hambre. Los columpios se convierten en vecindarios ensangrentados y la escuela en meros cuartos abandonados en la penumbra deprimente de la miseria. La niñez es el símbolo de la inocencia porque, entre otras cosas, es muy nítido que no son responsables de su condición: todos sus males los reciben, lo que es el reflejo de la más evidente injusticia. Es el más ensordecedor de los indicadores de ineficacia de los Estados y del letargo social.
En 2006 los Estados Unidos deportaron 37 mil infantes, ahora rebasa los 50 mil. Mientras la migración general ha disminuido después de 2008, la cruzada de los niños va en aumento. Pero conceptualmente no debe llamarse ‘migración’ sino ‘huida’: huyen de la pobreza, violencia y desolación. Buscan un entorno que les permita incubar su futuro. Y para ello se lanzan al peligro: bandas criminales que son sinónimo de extorsión, trata y abuso sexual; y accidentes del camino. Y después de haber cruzado el territorio mexicano (que para los centroamericanos es equivalente al infierno); la red de autoridades los regresa a la realidad de la que huían. Autoridades que no les cambian la realidad que los hace viajar, pero sí cumplen con una ley absolutamente injusta donde existe libre circulación de mercancías, pero no las personas. Gobiernos hipócritas y gobernantes dúctiles y vividores. La sociedad civil hipnotizada y la iglesia perezosa e indolente (se preocupa más por probar la inmoralidad del anticonceptivo que en luchar contra la inmoralidad de la explotación infantil).
El caso de los niños migrantes es especialmente sensible porque es el tema donde se pone de manifiesto la agresión a la inocencia del continente y la respuesta mentecata de las autoridades ante un problema de gran significación económica, social y ética. Toda la estrategia de los gobiernos va dirigida a ‘proteger el tránsito’ de niños hondureños, guatemaltecos, salvadoreños y mexicanos en su regreso a su lugar de origen. Y a ello le dedican su atención y recursos. Pero no en cambiar la ley para que esos niños y sus padres puedan circular libremente por los distintos territorios y buscar con seguridad la mejora de su nivel de vida. ¿Por qué las mercancías pueden tener libertad de tránsito, y las personas pobres que buscan trabajo son perseguidas, hostigadas y deportadas? Es claro que los criterios de la política exterior del gobierno mexicano son abyectas y vergonzosas porque están diseñadas para hacer el trabajo sucio al gobierno norteamericano, y no para proteger a su población y la de países que poco tienen de extranjeros: Centroamérica. En suma, las consecuencias críticas de esta migración infantil son enormes, pero también es monumental la capacidad de indignación que provocan.