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martes, 2 julio, 2024
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13 Años

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Por: DAVID PÉREZ–BECERRA •

La Gualdra 624 / 13 Aniversario Gualdreño

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Cuando tenía 13 años conocí las montañas de espuma. Su cuerpo burbujeante estallaba liberando trozos blancuzcos que volaban por los aires, al tiempo que parecían devorar lentamente la carretera por la que viajaba con mis padres camino a Tetepango. El paisaje circundante me resultaba extraño. Por las ventanillas del automóvil apenas podía ver un yermo miserable y de tanto en tanto, pequeños caseríos que se alineaban al camino, con sus paredes de adobe, block y piedra, recubiertos por despintada publicidad política. Mi madre me dijo que aquel lugar se llamaba el Mezquital, por la cantidad de aquellos arbustos leñosos que crecían como guardianes silenciosos, hasta las faldas de las montañas.

Cuando tenía 13 años, mi ciudad natal era pequeña y provinciana. Conservaba su orgullo minero, sus barrios apretados entre cañadas, su convento franciscano, sus viejas casonas gringas, sus vendedoras de palanquetas y su calle de palmeras canarias. Cuando tenía 13 años nos mudamos al suburbio donde apenas se alzaban un centenar de casas repetidas, reticulares y homogéneas que prometían una vida cosmopolita llena de bulevares y plazas comerciales. Entonces todo comenzó a cambiar, como también ocurría en mi cuerpo de adolescente treceno. Los imponentes jales se derrumbaron para dar paso a sueños que parecían incontenibles. Llegaron familias de tantas partes y Pachuca se expandió a un ritmo increíble, pero aún podía volar mi papalote entre los baldíos que dejaba el fracaso de aquella modernización caótica.

Cuando tenía 13 años, el pueblo de mi padre agonizaba en una vertiente de la Sierra, soñando con la bonanza de otros tiempos. Sus casas pintadas de blanco con guardapolvos rojos y techumbres de láminas oxidadas, esperaban la muerte, hasta un soleado día que llegaron en autobuses de la UAM un ejército de arquitectos para transformar el rostro de aquel somnoliento Real del Monte.

Cuando tenía 13 años atesoraba un abuelo muralista que me hablaba del amor al prójimo y los colores del arrebol, que me enseñó a contemplar la belleza de las manos artesanas, como las de doña Martina García Cruz quien amorosamente nos vendió un morralito otomí mientras mi padre bromeaba con ella en el bullicio del mercado de Ixmiquilpan, o las de don Enrique Linares quien creaba maravillosos alebrijes en las caballerizas del monasterio de Actopan, cuyas baldosas accidentalmente manché de pintura amarilla.

Cuando tenía 13 años pensaba en tantas cosas que parecían inamovibles, en tantas cosas que ahora simplemente son recuerdos astillados, en tantas cosas que me hacen desear el tiempo cuando tenía 13 años.

 

 

 

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/lagualdra624

 

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