En la página 110 de su libro “Repensar la pobreza” (Taurus, 2015) Abhijit V. Banerjee y Esther Duflo comentan que: “PROGRESA fue el primer programa de transferencias monetarias condicionadas (TMC); ofrecía dinero a las familias pobres, pero solamente si sus hijos iban a la escuela con regularidad y si la familia buscaba servicios de salud preventivos”. El objetivo del programa, pese a la propaganda política era claro: “dar un pequeño empujón a las familias, haciendo que no enviar a los niños a clase resultará costoso, con independencia de lo que opinase la familia sobre la educación”. Benerjee y Duflo atribuyen el diseño del programa a Santiago Levy, e insisten en su rotundo éxito: es mejor incentivar mediante condicionamientos monetarios que generar coacción sobre las personas; parece ser la lección que se obtiene. Por supuesto, el advenimiento de la cuarta transformación liquidó las TMC. Sin embargo, no todas éstas, ya que según argumentó Manuel Gil Antón en su artículo “La monetarización de la profesión académica en México: un cuarto de siglo de transferencias monetarias condicionadas” (Espacios en Blanco. Serie Indagaciones, vol. 23 #1, 2013) los auténticos inventores de las TMC fueron los asesores científicos que propusieron y diseñaron el Sistema Nacional de Investigadores (SNI). La lógica del SNI consiste en condicionar la entrega de recursos a los investigadores a cambio de que obtengan grados académicos, publiquen en revistas de alto impacto, titulen personas, organicen congresos, registren patentes, asistan a reuniones científicas nacionales y extranjeras. Que esta estructura de incentivos es la forma misma del neoliberalismo lo había dicho ya Eduardo Ibarra Colado en su libro “La universidad ante el espejo de la excelencia” (UAM, 1993). Se puede enfatizar que, en el caso de los académicos de las universidades públicas, el incentivo opera con bastante éxito porque genera una secuencia de costos encadenados. El primero es por no poseer títulos universitarios, después, por no publicar, titular gente, participar en comisiones, etcétera. Este esquema de TMC se extendió a las universidades mismas, que deben proponer proyectos para concursar por recursos adicionales. Y todo esto opera de manera tal que no importa lo que opinen, critiquen o resistan, tanto los individuos, como las instituciones de educación superior. No resulta difícil notar los cambios que resultaron de estas políticas de incentivos. Por un lado, se redujo la influencia de los sindicatos en la vida de los universitarios; por otro, se desincentivó la organización espontánea, por lo que ya no existen “comunidades” en las instituciones de educación superior, sino “cuerpos académicos” en busca de un presupuesto. Gil Antón indica otras consecuencias, aunque de menor calado en el caso de la UAZ, como el envejecimiento de la planta docente de investigadores. Estos no se retiran porque perderían parte sustancial de su ingreso. No es importante en la UAZ tal situación, todavía, porque apenas está en tránsito la generación de los 1970, que se jubila de manera mixta: por medios contractuales y el ISSSTE. Ahora bien, la reorganización impuesta por las TMC tiene un límite, ya señalado por Ibarra Colado: se concluirá en la configuración de pirámides, en cuya cúspide estarán los docentes beneficiados por las transferencias, con una base enorme de trabajadores horas clase condenados a un lento avance por las jerarquías académicas. Y esto mismo será el destino de las universidades. Habrá algunas en lo alto de la pirámide y otras en la base, endeudadas y sometidas a la acción desmoralizante de los grupos internos. Aparece, cada vez con más fuerza, dados los escándalos de plagio, otro problema de las TMC, también señalado por Gil Antón: ¿los doctorados y maestrías obtenidos son de calidad y contribuyen a formar al personal y modificar cualitativamente el ambiente académico, o son requisitos que se cumplen para obtener mayores ingresos? Sea como fuere, lo que sí es cierto es que la mayor formación de la planta académica representa un logro de la operación de las TMC si se compara a las universidades del presente con algunas de los 1970, en las que existía la “comunidad” pero también las “condiciones de reproducción del atraso” debido a las carencias académicas de los docentes. Cualquier reforma, bajo las condiciones actuales, se torna en un intento por conseguir más recursos dentro de la lógica de las TMC. Las diferentes instituciones de educación superior no tienen la capacidad de agruparse para exigir un cambio general porque eso modificaría los términos del intercambio que mantienen con el gobierno federal. Dentro de las universidades los académicos consideran prudente mantenerse en los lindes del individualismo, negociar lo que puedan con el rector, tratar de mantenerse en el SNI y aliarse a algún grupo para gestionar mejores condiciones laborales. De hecho, los grupos internos de las universidades sí tienen un sistema de TMC en los programas de estímulos a los docentes. ¿Qué tipo de reforma es posible en estas condiciones? Una, como ya se dijo, que logre más dinero para la operación de proyectos, tanto de la universidad, como de los docentes en lo individual. Lograr un cambio cualitativo en los contenidos de la enseñanza implica reorganizar a la planta de académicos para que estos puedan, a su vez, repensar los saberes que imparten. Esto no parece estar a la vista.
Lo que se pueda con lo que se tiene
