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martes, 24 junio, 2025
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La ecpirosis

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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

Las lenguas de fuego lo invaden todo: una imagen tan ensayada que, sin embargo, produce una y otra vez un cúmulo de sensaciones que, por muchos años, serán indelebles —como las marcas provocadas por el hierro candente que yacen en los cantos de los libros antiguos. ¿Qué mágica cualidad tiene el fuego que destruye y vitaliza a la vez aquello que se interpone ante sí? De los restos grisáceos de las cenizas se escapa un suplicio con la esperanza de un orden basado en un mundo nuevo hasta entonces no previsto. En esa paradoja sigue prevaleciendo un misterio aún insondable: entre la ruindad de la destrucción se incuba el futuro de la humanidad. Pareciera que el espíritu inquieto del hombre requiere, en determinados momentos de su devenir histórico, ciertas dosis de violencia para luego sopesar, en la tensa calma de la posguerra, cuáles derroteros seguir. He ahí la constante: desde la caída de Troya, la desaparición de la mítica biblioteca de Alejandría y las andanzas de César por la defensa de las Galias, pasando por la expansión ultramarina de las casas reales europeas, para luego culminar con las múltiples batallas como justificación de las dos guerras mundiales (sólo por nombrar la vastedad de un hecho: la cita en Stalingrado segó dos millones de almas rusas y alemanas), ondeando como trasfondo la lumbre radioactiva en ciertos parajes del Lejano Oriente.

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De esa forma, la ecpirosis es la pira funeraria del ave Fénix, que recurre al fulgor de las llamas para vitalizarse en ese ciclo a punto de fenecer; acontece, como lo señalaban los griegos, en un andar cósmico que se debe a la reconstrucción de sí mismo. La ecpirosis encuentra su similitud en el curso agrícola, cuando los campos son sometidos previamente a la quema de los pastizales para después recibir, en su seno ya abonado, los granos por germinar. Si es acaso medible, ¿qué cantidad de fuego debe verterse para que otro paradigma del conocimiento se forje? A juzgar por los antecedentes, la necesaria, así se tengan que sortear las secuelas de un par de bombas atómicas. Y sin duda, toda innovación científica y cultural funge a manera de una gran criba cuyo fino tejido filtra, discrecionalmente, sólo una parte del conocimiento, relegando al olvido los oráculos procedentes de Caldea, la divinidad egipcia de la escritura, las oscuras revelaciones de algún mago persa o la historia perdida a causa del pecado de Adán escrita en fuego negro sobre fuego blanco, sin lograr pronunciar los nombres que Aristóteles convoca en su Poética y cuyas obras han sido parte del bibliocausto universal.

Precisamente fue Theuth, el dios egipcio de la escritura, quien protagoniza en Fedro uno de los pasajes más hermosos de los Diálogos de Platón, testificando sobre una de las ecpirosis más significativas en Occidente: el cambio de la cultura oral a la cultura escrita y, con ello, la democratización del conocimiento. En una exposición minuciosa ante el rey Thamus, Theuth detalla los pormenores de un hallazgo que “hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría”. Entre el recelo y otras inferencias, su interlocutor responde: “Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, que no verdad. Porque habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes”. A la sazón se signa la suerte de la novedad tecnológica en la codificación del saber, el texto escrito, y por ende, el libro como un instrumento que se perfeccionará en poco más de dos mil años de existencia.

En la antesala a las aportaciones de la imprenta de Gutenberg, sobreviene esa ecpirosis tan valorada por Umberto Eco en El nombre de la rosa en la noche del séptimo día, cuando en otro diálogo de inusitada magnitud Jorge de Burgos increpa a Guillermo de Baskerville sobre esa copia en griego realizada por un árabe o por un español de un manuscrito hasta entonces inexistente: el segundo libro de la Poética de Aristóteles, acto que entraña la destrucción de la biblioteca bajo una inmisericorde acción del fuego, insinuando los trances amargos de esa criatura que es a medias genial y a medias imbécil. En esos sucesos lamentables está lo acontecido al emperador Constantino: al distinguir a Bizancio como la capital de su imperio en el año 330, construyó una considerable biblioteca que había de compararse a la mítica de Alejandría. Este recinto desempeñó su cometido cultural casi mil años en el periodo comprendido como Edad Media, pese a sufrir un incendio parcial en el año 415 y su saqueo total en 1204 por los defensores de una fe ciega que llevaron por nombre “cruzados”. La caída de la legendaria Constantinopla en poder de los turcos se tradujo en el ocaso definitivo de la biblioteca; mas aquellos fondos editoriales, repletos de los más insignes poetas y filósofos de la cultura grecolatina, ante el ultimátum otomano, fueron resguardados en Italia, siendo pieza clave en lo que muchas centurias después yacería en la mente de los involucrados en el despertar del Renacimiento. Así, el balance de Eco se transcribe en un acierto: “la suma algebraica entre vigor intelectual e idiotez da un resultado casi nulo”. ■

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