La pasada reforma electoral nacional, ocurrida en 2014, ha probado muy pronto su fracaso. Nos dijeron que tenía la intención de disminuir el costo de las campañas y la influencia de los gobernadores (que llamaron “virreyes”) sobre los órganos electorales locales. Y ninguna de las justificaciones ha tenido lugar: ni han sido procesos más baratos, ni se ha disminuido el poder de los gobernadores, a pesar de que es el INE quien nombra los consejeros. Y siguen existiendo males mayores en los procesos de elección de gobernantes y legisladores, y nada de eso se ha tocado, ni con pétalo de alguna iniciativa.
Desde los requisitos para competir debe ponerse en el centro la pregunta: ¿para qué quieren el mando? Nos quejamos que no hay propuestas de calidad, y eso ocurre por la sencilla razón de que no se exige a los contendientes la elaboración de diagnósticos y propuestas de solución de los problemas sociales en los mismos requisitos para ser considerados precandidatos al interior de los partidos. Se inscribe un ejército de improvisados que sólo van con el objetivo de conseguir puestos de altos salarios. Si alguien desea postularse, debe saber que con tiempo suficiente de anticipación, deberá estudiar la realidad del estado y elaborar propuestas que tengan un mínimo de condiciones de calidad: justificación, coherencia, respaldo de grupos sociales e información verídica. De otra manera tenemos candidatos a diputados que piensan que se está eligiendo a gestores sociales y no a legisladores, o a candidatos a presidentes municipales que no saben distinguir entre un reglamento municipal y una ley. Si se lograra que hubiera verdaderos programas como requisitos de postulación, las propias campañas subirían sensiblemente de calidad.
Otro problema es que falta mucha reglamentación para la construcción de mayorías: las coaliciones electorales y la posibilidad de gobiernos de gabinete. Pero no alianzas vacías, sino siguiendo el ejemplo de países europeos, las coaliciones con base en compromisos programáticos públicamente expuestos y firmados. No meras sumas aritméticas o, algunas, francamente circenses. Sumas con base cualitativa: orientación en la política del gobierno.
El uso del dinero sigue estando sin control, porque a pesar de que la publicidad oficial ya la controla el Instituto Electoral, hay muchas de las actividades que siguen sin inspección: la contratación de equipos de campaña y sus soportes materiales, entre los que se encuentra la llamada ‘compra de estructuras territoriales”. Vigilar y sancionar este tipo de cosas sigue como mera aspiración.
Y con base en la campaña que acaba de terminar, debemos resaltar dos elementos: la estructura comunicativa de las campañas y la prohibición de los mensajes negros (a menos que se tengan pruebas contundentes de lo difundido). Evitar campañas sucias es vital para no distraer a la ciudadanía de votar por lo importante: la manera en cómo los políticos piensan resolver los problemas públicos. Y la estructura comunicacional es trascendente para hacer posible que comuniquen verdaderas propuestas, y no sólo consignas genéricas sin contenido.
Como podemos observar, falta mucho para perfeccionar los procesos de elección: reformas que sí impacten en las deficiencias reales como las aquí señaladas, y no el gatopardismo de la reforma pasada. Por último, los ciudadanos deberíamos tener manera de evaluar (y hasta calificar) las calidad de las campañas sufridas.