■ Inercia
En estos días se ha hablado mucho, o más que antes, de cómo el gobierno lanza una serie de cortinas de humo para realizar actos corruptos ¿En realidad necesitan ocultarse o lo hacen cínicamente a vista de todos?
En el Ensayo sobre la ceguera de José Saramago, los personajes experimentan una curiosa enfermedad en la que todos (o casi todos) quedan ciegos; la particularidad de esta ceguera es que el que la padece ve todo blanco. Cuando a uno de los protagonistas se le pregunta qué opina de esta situación responde “creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven”.
Es difícil saber si una persona que nunca ha desarrollado el sentido de la vista puede hacer una diferenciación entre el negro y el blanco, sin embargo, en la novela de Saramago, la blancura de la ceguera se puede relacionar con la conciencia de los personajes, es decir, mientras el color negro refiere a aspectos ominosos como la oscuridad, el miedo, la maldad, el blanco es un símbolo de pulcritud, paz e inteligencia.
Y sin embargo, una ceguera blanca contamina a toda la humanidad, lo cual es el pretexto perfecto para que afloren las características más degradantes de los hombres: el abuso del poder, la violencia, la dependencia, entre otras.
Es posible considerar a nuestra sociedad en analogía con la retratada por Saramago en su obra ganadora del Nobel de literatura. Estamos tan ciegos que aún con los ojos abiertos, aún viendo ampliamente el panorama, no logramos distinguir lo blanco de lo negro, la verdad de la mentira.
El mundo de las apariencias
Dice Aristóteles que el hombre tiende naturalmente a buscar la belleza, el bien y la verdad, sin embargo, argumenta que el hombre juzga en cada situación o caso lo que le parece ser bueno, porque lo que se le aparece es lo verdadero en sentido práctico, con lo cual es explicable que la humanidad viva en el mundo de las ilusiones.
Una ceguera blanca es un perfecto lienzo en el que somos libres para dibujar a placer y borrar lo que consideramos estorba, para crear fantasías tan bien trazadas, que pueden llegar a parecer reales y aceptarlas dogmáticamente.
Para que se produzca tal ofuscación basta con regalar a la gente la fantasía que desea tener: Una vida digna, seguridad, prosperidad… una proyección de lo que la vida puede llegar a ser, aunque no lo sea.
¿Quién puede negar esta ilusión cuando, por ejemplo, el presidente de la República Mexicana luce su ignorancia, mientras su campaña mediática política se basa en promoverlo como una estrella de cine? Hace apenas algunos días lo vimos brillar en la portada de una revista con la leyenda “Salvando a México”, acto seguido se lleva a cabo una cumbre en la que se reúne con los presidentes de Canadá y Estados Unidos; y para llegar al clímax de la trama, capturan a El Chapo, el más buscado en el país.
¿Qué es lo que la gente quiere creer? Que vivimos en un país en el que no se necesita mucho para gobernar y salvar a una nación, que se están llevando a cabo acuerdos que beneficiarán a la sociedad y que el sistema de justicia funciona, que los traidores de la patria son castigados y todo está en orden.
Esas asociaciones pertenecen solo al mundo de las apariencias; es la estructura de una película en el cine y por ende, es hasta predecible. La realidad es mucho más compleja y desagradable, pero la gente, hoy en día, rechaza aquello que le pueda afectar, y prefiere refugiarse en las utopías. La televisión ha favorecido de manera fundamental en esta práctica de negación y fuga.
Por infortunio, la ceguera blanca es una epidemia que ha proliferado en México, y no parece tener una cura. Su tratamiento no depende del sistema en el que habita, sino del propio enfermo, mismo que no se quiere sanar porque ni siquiera se ve a sí mismo infectado.
No quisimos ver cómo se nos arrebató el voto más de una vez, cómo con ello nos dejaron también mudos y mancos. No vemos que estamos atravesando una profunda crisis de valores en la que unos atropellan a otros por intereses muy particulares; que las reformas a la constitución perjudican al general de la población y que no es responsabilidad de una cámara o de un presidente aprobarlas, sino del pueblo.
No, no queremos ver tantas cosas porque ello implica reconocer nuestros propios errores, nuestra propia inmundicia. Fernando Pessoa escribe imperioso en su Poema en línea recta: “Toda la gente que yo conozco y que se habla conmigo, nunca tuvo un acto ridículo, nunca sufrirá afrentas, nunca fue sino príncipe —todos ellos príncipes— en la vida…”, y luego lanza la terrible pregunta “¿Existe alguien en este ancho mundo que me confiese que una vez fue vil?”.
El día que nos reconozcamos como seres soeces, inmundos y torpes, ese día será en el que nos visualicemos en toda nuestra magnitud, con totalidad y será sólo entonces el principio de una verdadera sanación, la de la conciencia. ■