No creo en la poesía actual. Es una de mis más firmes convicciones literarias. En la que se presenta en cafecitos y en la que se escribe entre grupitos y se lee en grupitos porque solo así consiguen dar salida a eso que esos grupitos llaman poesía. Al menos no creo en la mayor parte de lo que en la actualidad se escribe como poesía y de lo que pretenden hacernos pasar por poesía porque nos creen lectores idiotas. Se me hace una falta absoluta de respeto. Son expresiones verbales de personas que por lo regular necesitan con urgencia acudir a terapia. Son expresiones verbales de personas que no entienden que en literatura no basta con tener el suficiente dinero para pagarte la edición de cinco, diez, 15 “poemarios” (algún nombre hay que darles) y que tu editor o editora (algún nombre hay que darles) te diga que escribes poesía muy linda, con todo y estrellita en la frente, con tal de embolsarse unos pesos, porque te debe quedar claro que eso es negocio y no poesía. Me he alargado con un tema con el que no quiero perder el tiempo. Y les pido a ustedes que tampoco lo pierdan. Mejor vamos a hablar de poesía si a ustedes les parece. Y vamos a dar algunas claves para identificarla. Veamos.
Si en esto de la literatura llevas más de treinta años como profeta de la poesía es porque se te ha de dar la necedad literaria y la continuidad en cada uno de tus trabajos editoriales, que a mí juicio son dos elementos indispensables para quien se quiera dedicar de lleno a la literatura en cualquiera de sus expresiones. Hay una primera pista aquí. Un primer acercamiento.
Ella, la mujer de la que vamos a hablar, eligió la poesía como una forma de comunicarse con el mundo. Aunque parezca difícil, lo anterior es más sencillo de lo que creen: ella se dedicó a estudiar los efectos de las palabras, sus sonidos, cada una de sus reacciones, sus tantos y tantos significados, y más en una lengua llena de tanta riqueza como la nuestra, el español, y luego entretejió puentes cuyas puntas y finales iban del mundo hacia ella para establecer una comunicación literaria, y a partir de ese momento comunicarse con el único lenguaje que realmente descubre cada día, cada que despierta en su cama y se da cuenta que debe cruzar el puente otra vez: el de la poesía. Hay una segunda pista aquí. Un segundo acercamiento.
Antes de entrar de lleno a su libro me gustaría hacer un acto de admiración: un crítico literario de la talla del doctor Samuel Gordon (para que tengan una idea: Samuel ha sido uno de los mejores estudiosos de la obra de Carlos Pellicer y de Juan Rulfo), que impartía el Seminario de Crítica Literaria del siglo XX lo mismo en la carrera de Letras Hispánicas, que en la Universidad Iberoamericana, llegó a considerar a esta poeta como una de las mujeres cuya voz poética era de las más auténticas dentro del panorama de mujeres poetas mexicanas del siglo XX. En verdad, Samuel lo decía y lo analizaba en clase y a mí me lo llegó a confirmar, con una amplia bibliografía de por medio, en nuestras literarias charlas de pasillo. Hay una tercera pista aquí y ya entramos de lleno luego del tercer acercamiento al nombre de la poeta: Ethel Krause y su poemario “Oscura punta” (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2023).
A mí me gusta hablar de Ethel Krause como poeta, aunque en realidad se trata de una autora que lo mismo se mueve en el cuento, que en la novela o en el ensayo. Supongo que se debe a que mi primer reconocimiento de ella lo tuve desde la poesía y que es el género desde donde más la he admirado, no sé. Lo cierto es que al hablar de Ethel Krause uno puede tomar dos vías: se puede hablar de ella desde la figura literaria casi cercana a una leyenda en cuyos talleres de literatura pasaron personajes destacados y cuya labor académica es igual de admirable que la totalidad de su obra literaria, o bien se puedo uno centrar en alguno de sus libros y volverse a admirar de la precisión de su palabra y del conocimiento teórico que tiene de los distintos géneros literarios, lo cual, por otra parte, también nos conduciría a nombrarla lo mismo que una leyenda.
“Oscura punta” es un poemario breve de versos igual de cortos que arranca casi narrativamente cuando la voz poética nos hace una confesión íntima que casi nos transporta al mismo mundo que apreciaron los griegos cuando admiraron al caer la tarde ese finisterre: “Yo tenía mar/era un mar pintado a mano/ con su cordel de espumas viajando hacia la orilla que no acababa nunca”.
Durante todo el poemario es conveniente destacar la voz con que lo cuenta Ethel Krause, porque es una voz que, conforme nos canta a la vez que nos cuenta (como pedía Octavio Paz de la poesía en El Arco y la Lira, 1956), nos famliariza con los sucesos que ocurren de manera interna, ahí donde la memoria prevalece frente a los breves atisbos de una inteligencia que en todo el poemario se hace casi innecesaria: “No es lo que pienso/pero sí, lo que recuerdo”.
Durante todo el desarrollo de “Oscura punta” el tiempo interno de la poesía se desvanece y juega con la misma voz que nos cuenta y nos canta, de esta forma no hay un tiempo que sea persistente, todo es un ir al pasado bajo la constancia de los recuerdos, las pocas probabilidades de que en realidad exista el futuro, y contrario a ese Ulises que se hunde bajo la sombra de la nada, al fin adquirir un nombre que, sin embargo, se dejó en algún sitio de ese mismo pasado que alcanza a resucitar con la memoria persistente, enumerando los deseos tan sólo para llegar al reino prometido: “Alguna vez tuve un nombre/un lecho/y un jardin donde la albahaca daba su olor/como si fuera un remolino de dulzuras/verde-esmeraldas/esperándome en el limbo/para llegar al paraíso”.
No obstante, parecería que de tanto ir de recuerdo en recuerdo hay un momento en que la voz se pierde, y en ese delirio, en esa extraña situación de desamparo, al fin comprueba que también es capaz de caer y hundirse junto con pepino, ese enigmático invitado que llega desde el principio y que no hace sino ser una compañía que provoca, y evoca, las circunstancias más adversas, ese principio del desastre que acaso conduce a la busqueda de uno mismo: “Ay, volaba en las tardes/asomándome/a los zaguanes/con la crin/bien lavada sobre la espalda,/hasta que un día/llegó pepino/a montárseme al ombligo/ay/fui cayendo/cayendo/no sé más/no lo recuerdo/ay cayendo/cayendo/y no me encuentro”.
Hay una parte de “Oscura punta” donde la voz poética entreteje los silencios y casi los padece como si se trataran de heridas abiertas. Si me apuran les confesaré que es uno de mis poemas favoritos del libro. Si ustedes lo leen en voz alta (y muchos de los poemas de Ethel se deben de leer en voz alta) podrán comprobar cómo el sonido de los silencios parece que caen en una fina cascada.
Y esto es increíble. Ethel trabaja no solo con la parte gramatical del poema y con la parte de la versificación; también trabaja, y esto ocurre con varios de los poemas de “Oscura punta”, con la parte fonética, porque Ethel sabe que sin el sonido el poema queda desnudo en medio del frío más inclemente: “Hubo veces/que los silencios/hacían collares/de otros silencios/más profundos,/silencios tan oscuros/que se pegaban a la piel/para quedar/por siempre/sumergidos”. ¿Qué más les puedo decir ahora que casi se me acaba el espacio?, que lean “Oscura punta”, que lo busquen en el catálogo editorial de la Universidad Autónoma de Nuevo León, de la que les seguiré contando, y que no dejen de mandar saludos y recomendaciones literarias a [email protected], nos vemos la semana que viene.