por naturalización; hija de madre mexicana de nacimiento) y, en aquel entonces, consideré que era mi deber, si no como ciudadana de ningún país en particular, sí como estudiante universitaria, cumplir con absolutamente todos los requisitos necesarios (por más absurdos que fueran) con tal de obtener mi título, aun cuando no se tratara sino de una licenciatura.
No es la primera ocasión en que escribo sobre el tema de la nacionalidad, pero quizá sí sea ésta la vez en que lo haga con mayor convicción. Incluso con apremio. Hoy estoy más consciente que en el pasado de la relación profunda que entrelaza la nacionalidad con la identidad. Y, pienso, si en esta oportunidad, a mis 70 años, no logro la fusión entre estas dos esencias, condiciones o propiedades fundamentales, entre estos dos atributos o caracteres substanciales, habré perdido la posibilidad de integrar mi identidad mexicana con mi identidad estadunidense. Y la identidad tiene que ver con la lengua, con la cultura, con la comida, con las costumbres, con las tradiciones, con el medio, aparte, por supuesto, de con las características individuales, genéticas, arraigadas en cada quien al nacer.
Si esta dicotomía entre mis dos nacionalidades, aun cuando tenga pendiente la recuperación legal de la estadounidense, ha sido un problema para mí en particular, se agrava cuando revelo que no es una dicotomía sino una división mayor, pues a la nacionalidad/identidad mexicana y estadounidense debo añadir la libanesa (a la que tengo derecho al ser nieta de abuelos paternos y maternos libaneses por nacimiento) y hasta la española (pues mi papá perteneció a las Brigadas Internacionales que lucharon por la República en la Guerra Civil de España y, en 1938, perdida la guerra, al despedir a los brigadistas Juan Negrín, el entonces presidente de gobierno, les prometió la nacionalidad española, promesa que el Parlamento aprobó en 1995, pero que el Ministerio de Justicia e Interior –con argumentos demasiado absurdos para registrar aquí– condicionó a que el brigadista, antes de acceder a la española, renunciara a su nacionalidad anterior, con la añadida concesión de que, si lo hacían, los hijos la heredarían).
Es decir, me siento con derecho a tener, además de la mexicana, la nacionalidad estadunidense, la libanesa y la española. Y, según esto, parece que mientras no me sean reconocidas por la ley estas cuatro nacionalidades, sentiré que las cuatro facetas correspondientes de mi identidad seguirán desintegradas. Lo que equivale a que profundamente no sepa de dónde soy o de dónde me siento ser. A esta situación se le sumará el hecho de que ninguno de los cuatro países a los que tengo el derecho de pertenecer me reconoce como íntegramente suya, suya en pureza. Lo he escrito, pero sigo confirmando que parezco de aquí y de allá al mismo tiempo; ya lo he descrito, pero esta situación me señala como extranjera del mundo, ciudadana de ninguna parte.
Tras vivir entre estas divisiones durante 70 años, no es extraño que con quienes más me identifique sea con los inmigrantes, los exiliados, los refugiados, los trasterrados, los expatriados, los desplazados, todos, extranjeros al fin. Soy nieta de emigrantes, hija de un trasterrado, viuda de un exiliado, mujer de un inmigrado hijo de refugiado. ¿Cómo defino mi identidad?