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jueves, 28 marzo, 2024
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El carnicero paradójico

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Por: Guillermo Nemirovsky •

La Gualdra 486 / Elucubraciones

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Los argentinos radicados en el extranjero, a veces, nos acercamos a las carnicerías más por nostalgia, o como obedeciendo a un oscuro comportamiento atávico, que en aras de ejecutar un proyecto gastronómico concreto. Es como si la carnicería fuera una suerte de extensión consular, o algo así. Cierta vez, durante una de esas visitas protocolares, el “cónsul” de mi barrio me contó que el sueño de su vida, desde siempre, era subirse a un avión y volar en línea recta durante 50 horas. En su momento le comenté, sin darme cuenta de lo despiadado de mi raciocinio, que si encaraba hacerlo en busca de un destino exótico, al cabo de 50 horas probablemente aterrizaría en el mismo aeropuerto desde el que despegó. El hombre, que había empezado a trabajar desde niño, había acuñado este sueño como como quien construye un faro para iluminar su mar interior, y yo, por hacerme el listo, opacaba su horizonte con mis triviales consideraciones kilométricas. Perdón, Excelencia. Es que siempre me gustó desempolvar paradojas allí donde las hubiere, como un pueril desquite contra la certeza (“ya ves, realidad, que no eres tan real”).

El concepto de paradoja cubre una gran cantidad de formas y recorre la historia de las ciencias como un revelador epistemológico. Se trata, para resumir, de oponer en un enunciado dos predicados contradictorios, pero dados por ciertos separadamente. A veces, un solo predicado contiene su propia contradicción interna, como en el caso de la afirmación “estoy mintiendo” (si es cierto que miento, entonces miento al decir que miento). Prácticamente cada disciplina naciente da lugar a una abundante producción de este tipo de razonamientos que pone a prueba la solidez de su andamiaje teórico.

Uno de los primeros en enunciar paradojas fue Zenón de Elea (siglo V a. C.), aunque algunos atribuyen a Parménides, su maestro, la paternidad del género. Su propósito era refutar el intento de la escuela pitagórica de segmentar el espacio y el tiempo en puntos e instantes discontinuos, y demostrar, por ende, que el movimiento es imposible. Se cuenta que su “paradoja de la flecha” debía enardecer a los soldados de Pericles, pues las saetas del enemigo nunca llegarían a estrellarse contra su pecho, dado que “el movimiento no existe”. ¿Cómo podría transitar un objeto por los espacios en donde no está? ¿Cómo podría recorrer esa distancia, si antes tendría que recorrer la mitad, y antes la mitad de la mitad… y así infinitamente? Se ignora cuántos soldados se salvaron de la muerte gracias a este razonamiento llamado reductio ad absurdum, pero sospecho que la metafísica les fue, en la batalla, de escasa protección.

El uso de esta figura retórica en la Grecia de la Antigüedad prefigura la elaboración, más tarde, de las objeciones que nunca dejan de surgir durante la aparición de nuevas ciencias y la emergencia de teorías novedosas. La paradoja del mentiroso fue esgrimida por el matemático Gödel a la hora de idear sus célebres teoremas de la Incompletud; en física moderna y mecánica cuántica, las hipótesis se someten al riguroso examen de la verosimilitud, mediante la confección de paradojas a medida.

La teoría de las Probabilidades, la psicología, la cosmología, han generado un gran número de resistencias basadas en la lógica, y cada intento de explicación de la realidad debe someterse a las horcas caudinas de la paradoja, herramienta insustituible para hacer progresar el conocimiento y revelar las falencias de nuestra razón. Cuando se creía que el universo era infinito y estático, y que estaba compuesto por un sinfín de estrellas, Heinrich Olbers (siglos XVIII y XIX) se preguntó por qué, entonces, la noche era oscura, puesto que lo esperable sería que la mirada hallara siempre un astro luminoso en su camino. La oscuridad nocturna pasó de ser un atributo poético a ayudar a probar que el cosmos es finito y dinámico, y que el número de estrellas es, aunque enorme, limitado, apuntalando de antemano la futura teoría de la Relatividad.

La gran virtud de la paradoja, a mi modo de ver, reside en que nos alerta sobre las carencias abismales de nuestro entendimiento, de nuestra aprehensión binaria del mundo, a años luz de la realidad. Es que confundimos lo verdadero con lo válido. Si algo puede parecernos, al mismo tiempo, cierto y falso, es que las herramientas de las que disponemos (idiomas, razón, imaginación) no bastan para describir el mundo de manera lo suficientemente precisa y fiable. Muchas paradojas son, en realidad, meros sofismas basados en la imprecisión semántica, inherente a la lengua utilizada. La paradoja del huevo y de la gallina, por ejemplo, deriva de la ambigüedad de la noción de anterioridad (lógica o cronológica). Nuestro orgullo, y hasta diría nuestra arrogancia, de ser la especie que creó el lenguaje articulado, nos deja la ilusión de vislumbrar verdades irrefutables, cuando la prudencia aconsejaría admitir, cuando mucho, una meritoria aproximación operacional. Los que sí entendieron esto, y que llevan la “ventaja” de ostentar un desenfado absoluto con la noción de “verdad”, son las llamadas fuerzas conservadoras y reaccionarias de la sociedad.

Desde hace un tiempo (yo lo percibo así, pero a lo mejor esto haya sucedido siempre) tengo la impresión de que existe una campaña destinada a vaciar semánticamente los términos que nos permiten razonar e indagar en la realidad. Hoy, por ejemplo, en muchos países, el neoliberalismo se empeña en facilitar los despidos en nombre de la “protección del empleo y la lucha contra la desocupación”; también privilegiamos el enriquecimiento de los más ricos para reducir la pobreza (teoría del goteo); hace unos días, el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán (un déspota en el corazón de Europa), justificó la implementación de sus leyes homófobas alegando que su intención siempre fue “defender los derechos de los homosexuales”. En muchos países, la lucha contra el terrorismo sirve de excusa para desplegar impunemente actividades de terrorismo de Estado, etc.

Ignoro cuán concertada es esta campaña, o si es una suma de oportunismos que cuaja en el vaciamiento semántico de los conceptos, en sofismas de mala fe, en la antífrasis más creativa y descarada. La paradoja, etimológicamente “en contra de la opinión común” (la doxa) tiene mucho que ver con el deseo, muy humano, de enarbolar opiniones iconoclastas, como si fuera un trofeo de la inteligencia (“a mí, la realidad no me engaña”). En sí, es una actitud loable, pero que se convierte rápidamente en capciosa a falta de un lenguaje apropiado e inequívoco. ¿Quién sabe cuántas verdades habría desentrañado Zenón de Elea si hubiera dispuesto de las herramientas adecuadas, y de un carnicero pródigo en sueños paradójicos?

 

 

*Traductor, profesor de la Universidad d’Evry- Universidad Paris-Saclay.

 

 

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