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jueves, 28 marzo, 2024
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Adobe y desembarco II

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Por: MARIANA FLORES •

La Gualdra 483 / Río de Palabras

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Esta es la historia de un desembarco y de un amor a primera vista. De pan recién salido del horno, de zapatos remendados. De llegadas, migraciones y huidas, ¿dónde empezar a contar nuestra historia? El mundo en una biografía.

Carlos arribó al Puerto de Veracruz, entre 1921 y 1927. No lo sé con certeza. Formó parte de las oleadas migratorias previas al exilio español. Pioneros. Provenientes de algún pueblo de España, llegaron Natalia, la madre; Cornelio, el padre; el hermano mayor, Sadot; el menor, Carlos; y un recién nacido que pereció durante el viaje. Polizontes. Huyeron de la pobreza, quemaron sus papeles de identificación al pisar tierras mexicanas y con ellos las naves.

Te imagino, Carlitos, cómo aplastarías las manzanas con los pies para hacer la sidra. Y veo cómo corrías hacia la carpa del circo del pueblo para asomarte debajo de las lonas y mirar a los payasos y malabaristas. Tulancingo, Hidalgo. Hacienda de Exquitlán, un negocio familiar de sidra. Contrataron a la familia Castillo Islas, clandestinamente. En ese momento, ser un español pobre y sin documentos no implicaba estatus. Contaba mi abuelo que cuando pasaban las brigadas de alfabetización, cerca de la hacienda, para llevar a los niños a la escuela, mi abuelo y su hermano se escondían. Un día sí se los llevaron. Carlitos lloró y lloró. La maestra le dio un payasito para iluminar. Ello le cambió la experiencia escolar a mi abuelo, el recuerdo de ese dibujo lo llevó consigo hasta su vejez.

Pasó casi un lustro antes de dejar las manzanas y emprender el viaje hacia la Ciudad de México. Se instalaron en el barrio de Tepito. Cornelio trabajaba la piel con ayuda de su hijo Carlos, hacían zapatos, los mejores del barrio. Natalia gustaba de tomar pulque en las tardes, en la mañana lavaba y planchaba ajeno. Sadot comenzó a trabajar en el naciente Sindicato de Ferrocarrileros. En el barrio bravo los conocían como “los gitanos”, quizá por el acento medio andaluz y por las enaguas de Natalia, una sucesión de faldas que no tenían fin. Faldas donde Carlitos se escondía cuando no quería ir a la escuela.

Durante su infancia y adolescencia en Tepito, aparte de hacer zapatos, mi abuelo trabajó muchos años en las tiendas de ultramarinos que comenzaban a abrirse en el centro de la Ciudad de México. Calle López y aledañas. Eran las primeras oleadas de republicanos españoles. Exiliados. Ahí aprendió, entre otras cosas, el oficio de panadero. Parte de su paga consistía en que cada semana le daban un poco de queso de puerco, queso o algunas aceitunas o bien un poco de jamón serrano. Cada viernes llegaba a casa con una hogaza de pan y algún embutido. La familia lo esperaba con ansias.

Carlos tenía el carácter fuerte. Sabía hacer muchas cosas. Amasaba para meter el pan al horno, remendaba zapatos y trabaja la madera. Tuvo muchos trabajos simultáneos. Sobrevivir. En una de tantas veces, aceptó un trabajo en una panadería, en la colonia Hipódromo Condesa, muy cerca de la iglesia de Santa Rosa de Lima.

Entonces, y creo que aquí comienza mi historia, ella salió por el pan. En una tarde como muchas. Carlos amasaba. Concepción elegía los bizcochos. Contaba mi abuela que mi abuelo le narraba que cuando Conchita entró a la panadería por primera vez, Carlos le exclamó a su compañero panadero, “Esa boquita, yo la tengo que besar”. Duraron diez años de novios ¡Diez! Amores sólidos. La reparadora de medias cerró. Se casaron. Carlos se afilió al Sindicato de Cinematografistas, en plena Época de Oro del cine mexicano. Luego, mi abuela anduvo de fayuquera, se iba a San Diego. Pero esa es otra historia. [Continuará…]

 

*@LaMayaFlores

Socióloga e Historiadora. Escritora, investigadora y profesora.

 

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