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jueves, 28 marzo, 2024
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México hipnotizado II (primera parte)

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Por: Francisco De Paula León •

La capitulación de la capacidad crítica de un pueblo, que ocurre en aras de manifestar una solidaridad, cariño o aprecio a un líder amado que encabeza una causa popular transformadora –no importa cuán visionaria y justa sea–, nunca será una virtud liberal y mucho menos democrática por el hecho de que esta suerte de aprecio exagerado evoluciona en una subordinación rayana en una veneración cuasi sagrada, que desemboca en la cancelación del valor y la diversidad de la inteligencia colegiada y colectiva.

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En la experiencia histórica es común observar que esta acrítica conducta, impregnada de un tufo de fundamentalismo religioso, contagia a los recién empoderados, quienes, inflamados por la inspiración de su alta vocación transformadora –luego de encabezar una ofensiva heroica contra el sistema y los vicios de un Estado delincuente–, abrazan una cruzada incontestable de verdades sin contrapesos, que evolucionan hasta construir la sospecha y extrañamiento de estar frente a un líder transformado. Éste, si bien todavía investido por el halo libertario de su lucha, en realidad, en los hechos, sin darse cuenta, inexorablemente transita desde el difícil camino de la izquierda militante hasta abrazar las mejores prácticas de la ultraderecha más acabada.

En este estado, no es infrecuente observar una conducta dual del novel gobernante, quien, si bien en el discurso encarna los valores más apreciados de la izquierda progresista, frente a la realidad de los poderes fácticos que se imponen para obstaculizar y contrarrestar su utopía, su activismo cede y se torna de pronto simultáneo a camuflar su administración autoritaria, orientada (sin darse cuenta ni desearlo) a privilegiar secretamente a las élites.

El problema ulterior es que este fenómeno, típicamente escala el camino de construir una administración totalitaria, dejando en el aire social una sensación de desazón desconcertante que obliga eventualmente al pueblo que lo apoya a revisar la integridad y congruencia original del espíritu del otrora candidato.

Esta inquietud abre la puerta a la emergencia de una errática atmósfera mediática de sospechas, de dimes y diretes, que al escalar el poder reacciona y la contrarresta con la socorrida estrategia de enfrentar a ricos y a pobres, a protestantes y católicos, a indígenas y mestizos, a liberales y conservadores, sembrando en el camino una semilla envenenada que –en un país heterogéneo de clases, reivindicaciones y culturas– pudiera eventualmente desembocar en la fractura de la unidad de la nación que se administra.

Así, el culto a la personalidad, elevado a la temperatura irracional del fanatismo, en el terreno de la experiencia le termina haciendo un flaco favor al dirigente, quien, ante la capitulación manifiesta de sus huestes para ejercitar la responsabilidad crítica y correctiva de su régimen, al final contribuye a restar eficacia –en lugar de acreditar– el quehacer cotidiano de su líder.

El mensaje contundente de la historia es que la crítica y apertura a la diversidad del pensamiento fortalece y no debilita la administración del gobernante.

En México, a un año de haber presenciado un cambio climático en la política, especialmente en el peculiar estilo de gobernar del presidente, se puede razonablemente asegurar que el pensamiento, virtudes, convicciones, personalidad, filias y fobias y, en general, el peculiar modus operandi del mandatario frente al candidato Andrés Manuel López Obrador que conocíamos han quedado finalmente al descubierto.

Aquí, el rasgo que llama la atención es la transformación axiológica y ontológica que quizás ni el mismo López Obrador en sus peores pesadillas haya remotamente imaginado: la de un día despertar y descubrirse encarnado en un lobo feroz de ultraderecha, camuflado con una conveniente piel de oveja de la izquierda. Lo anterior, si bien dibuja sólo una imagen literaria, la utilizo para subrayar la percepción que, me parece, se fortalece día con día por la manifiesta insistente proclividad e indulgencia jurídica del presidente con las élites, a la descalificación sistemática de la crítica, a su actitud tolerante de su política exterior para enfrentar las agresiones a los migrantes en los Estados Unidos de América y muchas otras.

Lo anterior es paralelo al persistente desmantelamiento de cualquier forma de contrapesos institucionales que se perciban para obstaculizar la libertad de acción de su gobierno. Cabe recordar que estos mecanismos se diseñaron y construyeron (desde el Siglo de las Luces) justamente para acotar el monopolio y los males derivados del pensamiento único.

La justificación de esta conducción voluntarista no es nueva. En otras latitudes de la historia, la izquierda a la par de la derecha autoritaria utilizó y fundamentó esta suerte de improvisación en la gestión política para acelerar los impostergables imperativos de justicia y de reforma social, cuyo rezago no podía esperar los tiempos democráticos. El desorden y fracaso histórico registrado de este modelo no podría haber sido más aparatoso.

El problema de esta práctica –en ocasiones bienintencionada, aunque siempre fallida– tiene su origen en la tentación permanente del poder para navegar por los mares tempestuosos de la política guiado por una personal brújula ética (por encima de la ley) para intentar imponer una batería desordenada de iniciativas justicieras y progresistas. Lo anterior se justifica con el argumento de intentar en fast track equilibrar las diferencias que polarizan la justicia o –en su caso, en un giro sorpresivo de pragmatismo– enmendar su radicalismo frente a élites que lo amenazan y boicotean para luego intentar explicar a su electorado, que su nuevo look de moderación republicana, lejos de condenar y enjuiciar a sus enemigos, es para ofrecer una amnistía acompañada de una política de “punto final” a sus fechorías. La promesa secreta que le sigue es que no modificará el statu quo de sus privilegios ancestrales.

Recientemente la desconcertante declaración sobre el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa en la que el presidente aseguró, mordiéndose la lengua, que la matanza de estudiantes “NO fue un crimen de Estado”, acompañada por la intervención cuasigolpista de la CNDH, abona, en mi opinión, a la percepción aquí expuesta de estar frente a una transformación del presidente. Esta desafortunada declaración conlleva una implícita falta de respeto a la inteligencia, la tristeza y la sensibilidad ante la tragedia del pueblo mexicano. ■

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