The economy, stupid es una conocida frase que proviene de la campaña electoral que enfrentó en 1992 a Bill Clinton y George Bush. Ante unos sondeos que daban una clara ventaja al candidato republicano, el estratega de la campaña demócrata, James Carville, señaló a Clinton que su discurso debía enfocarse en el sistema de salud y en las necesidades materiales de los ciudadanos. La frase se convirtió en el eslogan de aquella estrategia discursiva y después adquiriría vida propia. Populariza finalmente como “es la economía, estúpido” viene a destacar el aspecto esencial de una cuestión (en este caso la economía) que vendría siendo ignorado por el destinatario de la frase. La frase a veces se modifica para señalar otros aspectos esenciales, eventualmente ignorados por los destinatarios de la misma: “es el déficit, estúpido”, “son las matemáticas, estúpido”, etc.
El pasado mes de enero, The New York Times invitó a dialogar a Michael Sandel profesor de derecho en Harvard y a Thomas Piketty, profesor de economía en la Paris School of Economics. El diálogo en el NYT es un adelanto al libro que preparan ambos autores y que llevará por título “Equality: What It Means and Why It Matters”.
Los dos profesores comparten la preocupación por el éxito de las formaciones de ultraderecha en EE. UU. y en Europa y dialogan a propósito de qué debería hacer el centro-izquierda para combatir el auge de la extrema derecha. Ambos están de acuerdo en que las ultraderechas han sido capaces de atraerse el apoyo de amplios sectores de la clase trabajadora al haber sabido poner el foco en sus problemas materiales (la competición por el salario con los migrantes, la crisis de la industria nacional por la globalización, etc.) al tiempo que eran capaces de lograr una expresión identitaria de esos problemas materiales. Piketty y Sandel, preocupados por el fracaso de los demócratas en EE. UU., ven con preocupación que estos se hayan terminado convirtiendo en el partido de sectores sociales liberales acomodados, mientras que Trump habría logrado atraerse y convertir en fuerza electoral el rencor y el miedo de amplios sectores subalternos de la clase obrera.
No tiene sentido reproducir aquí el diálogo completo, pero creo que es útil que lean esto. Sandel le dice a Piketty: Thomas, ambos hemos enfatizado la necesidad de que los demócratas rompan más explícitamente con la versión neoliberal de la globalización que trajo una desigualdad cada vez mayor y también de ir más allá de la fe en que la solución a la desigualdad es la movilidad individual a través de la educación superior. Y añade: También es una locura política: Decirles a los perdedores de la globalización que sus luchas se deben a que no obtuvieron un título universitario implica que su fracaso es culpa suya. Eso alimenta la ira contra las élites y también la reacción contra la educación superior. A lo que Piketty responde: Si los demócratas quieren volver a ser el partido de la justicia social, y también si quieren dejar de ser retratados como el partido de la élite, deben aceptar la pérdida del voto de los privilegiados proponiendo vigorosas medidas redistributivas, que tendrán que responder no sólo a las aspiraciones de la clase trabajadora urbana sino también a las de los pequeños pueblos y zonas rurales. No se puede apostar todo a cancelar la deuda estudiantil; también es necesario acercarse a quienes se han endeudado para comprar una casa o un pequeño negocio. La aspiración puede adoptar muchas formas diferentes y todas deben ser respetadas y valoradas.
Sandel y Piketty son dos pensadores progresistas preocupados porque el centro-izquierda sea incapaz de hacer ofertas programáticas de izquierdas a una clase trabajadora que no se va a identificar ideológicamente con la supuesta movilidad social de la ideología neoliberal. Sandel y Piketty, con sus diferencias, están honradamente preocupados por la habilidad de la ultraderecha para hacer ofertas discursivas y programáticas a la clase trabajadora mucho más eficaces que cualquier planteamiento del progresismo para politizar la frustración consustancial a la situación de subalternidad económica y falta de reconocimiento de la clase obrera.
El planteamiento de ambos autores es sensato y honesto, pero hay un factor absolutamente ausente en su discusión, a saber, el papel de los medios de comunicación como productores de un ambiente cultural favorable a la ultraderecha. Es ya dudoso, a mi juicio, que el apoyo de sectores de la clase trabajadora blanca a Trump se fundamente en sus medidas proteccionistas o en su promesa de deportar a todos los migrantes irregulares, pero lo que sería inexplicable es el nada despreciable apoyo del trumpismo entre población de origen latino en los EE. UU. ¿El problema está en la capacidad de atracción de lo que propone Trump?
Cuando pasan a hablar de Europa y en concreto de Francia, los dos autores reconocen en su diálogo que la base electoral del partido de Marine Le Pen en Francia se ha fortalecido en ciudades pequeñas y medianas donde la presencia de trabajadores migrantes es residual. Sandel le pregunta a Piketty: ¿Estás de acuerdo en que los partidos de izquierda han tenido dificultades, especialmente en las últimas décadas, para articular una ética de membresía, pertenencia, comunidad e identidad compartida? Y Piketty le responde: Creo que lo que explica el voto por Trump o el voto por Marine Le Pen en Francia es principalmente la pérdida de empleos en el sector manufacturero debido a la competencia comercial, más que una afluencia de inmigrantes. Sandel entonces opone: Pero la importancia del tema de la inmigración es alta en algunos lugares con muy pocos inmigrantes. ¿Por qué es eso? Y Piketty vuelve nuevamente al problema de la oferta programática: Porque la izquierda no ha abordado las cuestiones del comercio y el empleo. No ganarán compitiendo con la derecha nacionalista en el discurso identitario o sobre los inmigrantes porque la derecha nacionalista siempre será más convincente en este frente. Creo que lo importante es abordar lo que realmente es el tema central para los votantes.
Piketty y Sandel tienen delante el problema y lo admiten: la identidad. Pero piensan que la identidad es algo que se activa a partir de los discursos programáticos y las ofertas de los partidos políticos, cuando la realidad es que los partidos y los líderes políticos son poca cosa si se les compara con los ecosistemas mediáticos y culturales.
Es más, podríamos decir que una de las características más evidentes de las ultraderechas es lo contradictorio de sus propuestas y sus incoherencias programáticas. El “libertarianismo” de Milei convive con los aranceles de Trump, del mismo modo que varios partidos de la ultraderecha europea han pasado de ser fervientes admiradores de Putin a convertirse en furibundos aliados de la OTAN, al tiempo que su referente estadounidense quiere negociar la paz personalmente con Putin.
La ideología y la identidad solo operan mediante amplios dispositivos tecnológico-culturales, no basta lo que digan los partidos y sus líderes
La clave para entender a las ultraderechas no es su coherencia discursiva sino su apuesta por dominar el ecosistema mediático y cultural. El éxito electoral de las ultraderechas en Europa y en América Latina no se explicaría sin la ultraderechización progresiva de los medios de comunicación. En el caso EE. UU., Trump no sería explicable sin el fenómeno de la FOX y los “hechos alternativos” que normalizaron la mentira en el ecosistema mediático de EE. UU. De hecho, la llegada de las grandes tecnológicas al gabinete de mando político estadounidense señala una clara voluntad de dominio ideológico de las redes como grandes dispositivos de socialización ideológica contemporáneos, más allá de lo que diga cada día Trump.
Está bien que la izquierda tenga un programa de izquierdas y que critique las consecuencias de la globalización, pero lo crucial es que asuma la tarea de alterar y redistribuir la correlación mediática de fuerzas, de manera que le sea posible movilizar las identidades. Sin potencia de fuego discursiva es poco importante lo que digan los programas o los candidatos. Clinton no ganó a Bush porque tuviera razón o porque su discurso sobre la salud fuera particularmente eficaz, sino porque contó con medios suficientes para imponerlo, aunque, a la postre, su gestión no fuera favorable a los sectores sublalternos de su país. La ideología y la identidad solo operan mediante amplios dispositivos tecnológico-culturales, no basta lo que digan los partidos y sus líderes.