El camino más corto de Madrid a Lisboa, hace apenas unas semanas, se inauguró en Múnich —conste que el grado de verosimilitud de tal conjetura sólo era creíble en virtud de los antecedentes que daban fe de las catástrofes deportivas de los de Chamartín ante los bávaros—. Vino después, entonces sí, el chance de renovar el imaginario que por una docena de años se recreaba a base de aquella volea espectacular ejecutada por Zizou en Glasgow —tanta añoranza se había acumulado desde esa última proeza que doña Mercedes Replinger, mi querida profesora, aún suspiraba, en plena cátedra de crítica artística y contemporaneidad, por el mejor desfacedor de agravios y enderezador de entuertos que Florentino Pérez haya podido contratar; superior, según ella, a Messi y los dos Ronaldos juntos—. Y parafraseando a otro de mis maestros, a Fernando Rodríguez Lafuente, no solamente la liga estuvo de órdago a la grande —con el Barcelona y el Atlético jugándose el todo por el todo en la última fecha que le restaba a la competición—, sino también la Champions League conlleva lo suyo ahora mismo que divide a una ciudad por lo diverso de ambas aficiones: los bien portados que se citan en el Paseo de la Castellana y el escandaloso tropel de la rivera del Manzanares.
Tengo amigos de los dos bandos. El viejo tendero de la esquina —es decir, del Carrefour— era un colchonero a ultranza. Éste, cada vez que yo pasaba por una bolsa de papas Lays, para luego bañarlas en salsa Valentina comprada en el Corte Inglés de Callao, asumía la misión de convencerme para cambiar de camiseta. Así, confesaba de mil maneras la fidelidad a su club, con la fe ciega de romper algún día la racha de mala suerte que les ha ganado el sobrenombre de el Pupas —cuando la final de la Copa de Europa de 1974, con Luis Aragonés al mando y frustrada de manera dramática ante el Bayern de Beckenbauer—. Los hinchas veteranos como él son el prototipo de la clase trabajadora madrileña, ya acostumbrada a que su equipo pierda lo suficiente o gane casi nada, resignados a la angustia que implica ese mal fario que les tocó cargar. Aunque desamparados, no varían en su orgullo y lealtad, animando hasta el último segundo a pesar de que la derrota sea inminente. En ocasiones, mi tendero adquiría una seriedad que le disponía a realizar alguna que otra bravata política con cierto trasfondo ideológico, contenida en la fantasiosa acusación de delatar al adversario como franquista en los ayeres del mítico Di Stéfano.
Igual disfruté las charlas con Antonio García Berrio —hijo y homónimo del reconocido teórico literario— y no versaron acerca del séptimo arte, materia que imparte en el Ortega y Gasset. Coincidí con él sobre el instante de orfandad futbolística que le supuso a Hugo Sánchez y Emilio Butragueño dejar inconclusa la asignatura de mayor trascendencia para su generación, culpando de ello al bullying suministrado por una horda de holandeses. Me sorprendió que tuviéramos presente la fecha, el 6 de abril de 1988, cuando el PSV Eindhoven fue la gran pesadilla, fungiendo como verdugo principal el guardameta Hans van Breukelen. Asimismo, me asombró que ambos fuéramos testigos presenciales del cadalso: él desde el graderío del Santiago Bernabéu; yo, a través de un televisor blanco y negro, en una ciudad del semidesierto mexicano. Citar el fracaso ante el PSV Eindhoven conlleva una añadidura: en ese punto de la conversación, Antonio describió en la prontitud de unas líneas al seguidor madridista. “Su afición es más sibarita. Digerimos mucho peor las derrotas y los fracasos; somos exigentes y caprichosos. El Madrid siempre responde en los momentos importantes, apenas pierde finales. Es un gen ganador, indescriptible en cierto sentido, el que marca a este club.” En una cena que duró menos que un partido de fútbol, desenvuelta con una pasión decantada por el tema, Antonio y yo logramos algo impensable: hacer de Malinka, mi mujer, un hincha merengue.
La décima para el Madrid o la primera para el Atlético detentan su propia historia. Hasta el 24 de mayo, quiero suponer, en los Madriles coexistirán dos denominaciones de origen, irreconciliables antes del finiquito de la Champions: o eres del Atlético o eres del Madrid, sobrando toda diplomacia que apunte a una decisión de carácter salomónico. Porque eso de intentar conciliar sin definir ni concretar lo deja uno en el ridículo ante las actuales circunstancias del balompié ibérico: cierta vez, cuando Malinka y yo volvíamos a México, tuve la ocurrencia de entrar a la tienda del Real Madrid, aquélla de La Gran Vía, a un costado de la Casa del Libro. Pues bien, le compré un uniforme al sobrino de mi mujer, un nene de apenas tres años de edad. Aleccionados a la venta del souvenir, el chico que atendía raudo me ofreció la personalización del jersey: diez euros por letra, no por palabra. Inscribir el nombre del sobrino implicaba un costo superior que el conjunto mismo. Ante la insistencia de éste, decidí en el acto: “Vale, vale: ponle Messi, pero con una sola s, para ahorrarnos diez euros.” La broma tuvo su repercusión: me echaron del lugar por haber pronunciado lo impronunciable. Bien merecido me lo tenía por tan grave falta. [email protected] ■