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lunes, 21 abril, 2025
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Lo que no tiene nombre

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA •

Ni siquiera sé cómo tendría que comenzar este texto o si tengo las herramientas morales necesarias para hablar del tema del libro. Cuál sería la vía adecuada para llegar al tema que se trata en él. Cómo acercarme a las páginas de “Lo que no tiene nombre” (Alfaguara, 2023) de Piedad Bonnett, una autora colombiana a la que no tenía el gusto de conocer y cuya prosa es bien medida y con momentos de una belleza luminosa. 

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Porque se trata de un libro que intenta explicar el intenso dolor que padece la autora a través de un fatídico suceso. Porque se trata de un libro en el que la autora intenta, a su vez, explicarnos a los lectores lo que ese suceso significa para ella mientras los acontecimientos se desarrollan porque ella los trae con su memoria, con sus recuerdos, los cuales parecen quemar lo mismo que leña ardiente. 

Pero conforme uno profundiza en la lectura, conforme uno se vuelve parte de la historia, porque en eso consiste una lectura atenta, se percata que a fin de cuentas no hay explicación que valga para la ausencia de hijo frente al hecho irreparable, absurdo, contradictorio de la muerte. 

Y no solo eso: no hay explicación que se consiga tras la lectura de “Lo que no tiene nombre” cuando el ennegrecido evento que permea todo el texto (y que no señalaré aquí) como un aciago eje transversal es una maldita huella imborrable en el alma y en el tiempo, quien se encarga de entretejer los recuerdos, desde donde parte Piedad Bonnett para desarrollar buena parte de la estructura narrativa del libro, pero también es un punto de partida para intentar descifrar el mundo a partir de la ausencia del hijo, Daniel, que a fin de cuentas no se acaba de ausentar: hay muertos que jamás terminan por irse. 

Si “Lo que no tiene nombre” fue un ejercicio terapéutico para la autora o no es algo que como lectores debe importarnos porque a nosotros nos llega el resultado final: las páginas que surgen de la creación artística, en este caso de la creación literaria, y, como ya sabemos, el arte tiene muchas formas de inspiración y muchas formas también de manifestarse. 

Piedad Bonnett es una escritora que atiende al mundo a través de códigos que tienen una relación intrínseca con las palabras y todos los fenómenos que las permean, por lo tanto, cada hecho, cada suceso, así sea desdichado o lleno de gracia, será atravesado por este prisma y es así como dará los resultados literarios que, como en esta ocasión, llegarán hasta las manos del lector. Pero además de ello hay una complicidad única entre autor y lector y eso no hay que olvidarlo cada que nos acerquemos a un libro. 

Hay en “Lo que no tiene nombre” un dolor que se cuenta, pero también un dolor que se canta (como advertía Octavio Paz de la poesía), en el sentido más antiguo del término. 

Por otra parte, cabe destacar un punto que a mí como lector me parece importante: la presencia de los otros. Es decir, Piedad Bonnet nos comparte el trastorno psiquiátrico que padece su hijo Daniel y a partir de aquí comienza la narración en torno a la experiencia, el sufrimiento, los fantasmas y los demonios propios de quien se enfrenta tanto al cielo como al infierno; no obstante, Piedad también presenta a los de enfrente, a los que en la mayoría de las ocasiones son invisibles para el enfermo, como son los psiquiatras que en algún momento no alcanzan a comprender o entender al paciente, o a esa sociedad que puede dañar por el estigma hacia las enfermedades mentales, esa presencia de los “otros” que están ahí constantemente, pero que en ocasiones parece que no brindan su apoyo o su comprensión, es un punto destacado en “Lo que no tiene nombre”, Piedad parte de una muy personal experiencia, pero no por eso deja de señalar problemáticas importantes en torno a los trastornos mentales. 

“Lo que no tiene nombre” es un libro breve, pero doloroso desde la primera página, abismal, profundo, no da tregua alguna. Piedad escribe desde los oscuros rincones donde no hay preguntas (¿quién tiene preguntas frente a la muerte y más si es una muerte por suicidio?) sino enlutados silencios y, sin embargo, consigue, a fuerza de sus padecimientos, obtener desgarradoras respuestas (¿y ya para qué?), pistas de su hijo, sus últimas huellas tras las recaídas, y lo hace por revivir lo que ya no se puede revivir: a su hijo, hace malabares con los tiempos, va del pasado donde aún existe Daniel, al presente donde no hay sino una pétrea ausencia, luego vuelve hacia ella, a sus adentros, a las preguntas para las que no tiene, ni tendrá una respuesta y regresa al mismo punto, porque todo en el libro es cíclico, así como el mismo ciclo de la vida, únicamente que la de su hijo, Daniel, rompe ese ciclo, sacude ese ciclo, y lo comprobamos a través de su madre, Daniel se vuelve prosa, palabra que consigue perdurar en el tiempo lo mismo que los recuerdos en su madre, Piedad, y en todos los que lo conocieron, porque quizás y “Lo que no tiene nombre” se trata de un homenaje que una madre le hace con la comunión de la palabras a un hijo que ya no está, pero que sigue presente.     

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