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miércoles, 23 abril, 2025
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La Contaminación de la Gran Casa Desde el Hogar (A la amada memoria del ambiente sano)

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Por: Jorge Humberto De Haro Duarte •

El principal problema a que se enfrenta hoy día no solo la humanidad sino todas las especies que cohabitamos en el planeta Tierra es el de la contaminación del entorno. Desde los foros de eruditos, pasando por los medios de comunicación, las escuelas en todos los niveles, pláticas de café, etc., se hacen esfuerzos por determinar los orígenes de este terrible flagelo que nos amenaza y se discuten algunas de sus posibles soluciones.

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Como causas de la misma se habla de la gran industria y las otras más pequeñas; de la guerras; la deforestación; la erosión; la cantidad ya incalculable de máquinas de todos tipos; la agricultura sintética y las malas prácticas de cultivo; los cambios de uso de suelo; experimentos genéticos y un inacabable listado de prácticas degenerativas del homo (dudosamente) sapiens, que han dado como resultado una alerta permanente sobre las posibilidades de supervivencia de la vida en nuestro planeta.

No obstante, es intención de este escrito reenfocar el origen del problema desde lo que aquí pudiera considerarse la causa fundamental del deterioro ambiental y a todos los problemas enumerados en el párrafo anterior como meros síntomas del mismo. El mal que nos destruye, paradójicamente, es la explosión demográfica, el espíritu que lo alimenta es la ignorancia y su santuario es aquello que denominamos el hogar.

Probablemente, si nuestra Madre Tierra pudiera platicar como lo hacían los abuelos, sobre cómo acogía desde temprana edad a miles de criaturas en su seno, ya fuera a través del funcionamiento propio de las cadenas alimentarias, la acción de depredadores, la manifestación de fenómenos climáticos, epidemias, barbaries humanas de corte bélico y otros fenómenos de este tipo que cínicamente son tomados como  naturales; nos diría cómo con su amor inconmensurable y acuoso permitía a millones de especies convivir en un mundo inmenso y generoso donde el alimento, el agua, el cobijo y la convivencia territorial alcanzaban para todas las criaturas y la savia de la tierra, el agua, los vegetales, minerales y especies se reproducían prolíficamente sin dañar intencionalmente el regazo materno.

Si bien es cierto que el conocimiento acumulado de los humanos ha servido para disminuir la tasa de mortandad temprana, para reducir sustancialmente el efecto fatal de las enfermedades de todo tipo, para prevenir las mismas a través de campañas de “saneamiento” de áreas naturales, las brigadas mundiales de vacunación, la extinción de especies peligrosas (para la vida humana, desde luego), el desarrollo de la medicina alópata y quirúrgica y en la actualidad las “genialidades” tales como el trasplante de órganos y la clonación; esto no forzosamente significa que nuestra prolongación de períodos de vida sirva para hacernos más conscientes y más respetuosos de la naturaleza que sabiamente nos da la vida, nos sustenta y nos acoge. Más bien, al contrario, hemos desarrollado una gran capacidad para desempeñarnos dentro de un hedonismo irresponsable y comodino como alternativa a la búsqueda del conocimiento masivo que continúe el sendero ascendente hacia la manifestación de formas armónicas de cultura y sabiduría. El resultado ha sido que hoy día nos encontramos sujetos a la dictadura estructural de un demonio que acosa y aplasta nuestra cotidianeidad en cada una de las acciones que emprendemos en nuestro afán de supervivencia y nos hace dar vueltas en espirales viciosas que nos arrastran hacia el oscurantismo funcional a través de la deificación de este tirano: la ignorancia.

Combinando los dos fenómenos anteriores hemos visto un desenfrenado crecimiento de la especie humana en detrimento no solo de otras criaturas y seres vivos en nuestro planeta, sino que hemos impactado brutalmente los acuíferos superficiales y los subterráneos, se ha explotado irracionalmente infinidad de recursos, se ha tratado de mejorar la “calidad” de vida a costa de eliminar especies completas, de haber agotado casi los bosques, de amenazar de muerte a las selvas de la tierra y haber profanado los mantos subterráneos en la búsqueda codiciosa de riquezas y fuentes alternativas de energía.

En este demente afán se han incrementado los asentamientos humanos en cantidad y en extensión, casi siempre al abrigo de las mejores tierras de vocación agrícola y pecuaria o en zonas de explotación pesquera, dando como resultado, paradójicamente, el rápido sacrificio de las fuentes de alimento y su sustitución por desiertos de asfalto, cinturones de basura y un preludio a la extinción de todo signo de cordura, de amor a la vida colectiva y a la vida misma.

Inmerso en el caos anterior encontramos el calor de nuestros hogares con infinidad de satisfactores que más de las veces opacan todo signo de vida natural. Las utopías de supervivencia en armónica convivencia con la naturaleza y las especies creadas por ella, hoy día son letra muerta. Thoreau, Skinner, Huxley, Moro, Rosseau, entre otros, a menos de tres siglos de sus propuestas para el desarrollo de las sociedades encontrarían un mundo inimaginable en el que el software determina desde la forma de cocinar una sopa hasta como regir las naciones por más extensas y poderosas que estas sean. Quizás Marcuse lo previó cuando alertó al mundo sobre los peligros del afianzamiento de una Sociedad de Consumo que simultáneamente se transformó en una de desperdicio.

Nuestras casas se han convertido en los santuarios de la depredación de todo signo de vida. Curiosamente, la búsqueda de la limpieza en ella y la salud de sus moradores acarrean automáticamente la suciedad de nuestro suelo, el subsuelo y la contaminación de nuestros acuíferos y la muerte ya no tan lenta de todos los signos de vida alrededor. La contracultura del consumo a que está sujeta la humanidad es más que un bisturí de cuatro filos que desgarra la conciencia histórica del hombre y ha dado un jaque mate a la biodiversidad. ■

 

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