Por principio, debe considerarse que el respeto a la vida en lo general, exige el plantear y abarcar un esfuerzo sostenido a corto, mediano y largo plazo para reintegrar a la naturaleza parte de lo que los humanos le hemos arrancado en el modelo de desarrollo demencial que se emprendió desde la aparición de las primeras máquinas y su aplicación en el crecimiento industrialista en la búsqueda de dos factores de artificio: la acumulación de capital en aras de la adquisición del poder político y el planteamiento de un modelo de vida humana comodino y antinatural en detrimento de la naturaleza y de las criaturas que ahí se han desarrollado a lo largo de la evolución de la vida dentro de un período de más de tres millones de años.
En otras palabras, debe replantearse la búsqueda de las mejoras de la calidad de vida desde un punto de vista geocentrista en lugar de la mezquina visión antropocentrista en la que hoy vivimos inmersos. Es tiempo de que el hombre dé marcha atrás en su modelo de desarrollo hacia formas más congruentes y respetuosas de los dictados de la naturaleza. El planeta Tierra se ha vuelto rehén de unos cuantos detentadores del capital económico y sus lacayos que ostentan el poder político; relación altamente nociva para la salud del planeta, el cual parece próximo a agonizar ante el desarrollo cancerígeno de lo que erróneamente se denomina “civilización”.
La premisa que afirma el dominio de la naturaleza por parte de los humanos ha probado ser mezquina, ciega y contraproducente, dada la explotación irracional tanto de los recursos renovables, bosques y selvas, además de las especies acuíferas y el agua misma; como de los recursos no renovables, energía fósil, y altamente riesgosas como la energía nuclear. A mayor desarrollo tecnológico –no confundirlo con científico- parece desaparecer proporcionalmente todo principio de juicio y sentido común. Y parece demasiado tarde para remediarlo.
Las potencias y sus guías parecen aldeanos nuevos ricos que no saben qué hacer con la abundancia artificial que han generado y sus monstruosos aparatos bélicos de dominio. Hemos pasado de ser un edén con varios millones de sus especies de criaturas, algunas ya extintas y otras a punto de desaparecer, a ser, ahora sí, un planeta en peligro de extinción. El cambio climático, ya presente en todo su dramatismo, empieza a cobrar las primeras facturas: las continuas inundaciones, los climas extremos y la sucesión de fenómenos meteorológicos con manifestaciones pocas veces vistas. El calentamiento del planeta empieza a ser una realidad brutal y no es muy difícil predecir los efectos que padeceremos en los años venideros.
Una luz de esperanza pudiera aparecer si se firmara y desarrollaran las normas internacionales que se deriven del Protocolo de Kyoto, cuyo objeto fundamental, a grandes rasgos, es proteger el deterioro ambiental del hiper desarrollo industrial. Pero sus principales detractores y opositores son los que anteponen el modelo de vida americano a la vida misma del planeta. Parece que estamos viviendo una moderna versión de la fábula del que mató la gallina de los huevos de oro en busca de alguna riqueza adicional.
La protección del medio debe plantearse integralmente, evitar que continúe la contaminación en los tres elementos en que se genera la existencia: el aire, la tierra y el agua. La búsqueda del rescate de la naturaleza debe de darse desde una aplicación integral de nuevos modelos de desarrollo sostenible basados en los patrones de respeto a la naturaleza bajo fórmulas basadas en el conocimiento ancestral y sus procesos hasta la actualidad, así como el desarrollo científico, no confundir con tecnológico, que sienten las bases de una auténtica civilización apoyada en modelos culturales y de sabiduría.
Si se pudiera particularizar un proyecto integral en la mejora de la calidad de los elementos, éste tendría como objetivo fundamental el mejoramiento de la salud pública y debiera basarse en dos pilares fundamentales: un sistema educativo mundial sustentado en la investigación científica y modelos filosóficos de la paz y permanencia de las especies y un sistema jurídico internacional que protegiera a la tierra y sus elementos, principalmente, en detrimento del capital.
En forma paralela, habrá que establecer subsistemas de verificación industrial y vehicular regidos por los datos que arrojen los resultados permanentes y serios de un monitoreo ambiental eficiente y definir los límites para el crecimiento a través del replanteamiento y construcción lo mismo que su mantenimiento, de una nueva forma de desarrollo industrial.
Por último, debemos redefinir el papel de los administradores públicos y autoridades de todos los niveles; requiriendo de ellos un adiestramiento y educación para el ejercicio público de una forma consciente y equilibrada en sus juicios, para que su participación sea de un auténtico liderazgo instruido y salpicado de sabiduría política, sensible a las necesidades de la población humana y las especies que nos acompañan en esta aventura que es la vida.
Habrá que estar al pendiente de los que se plantee y se haga para mejorar las condiciones de vivencia y supervivencia respetando los tratados internacionales sobre la materia y evitando las declaraciones chambonas como aquella, durante la gestión de Fox, cuando su flamante secretario de energía, Felipe Calderón, afirmó que por la sola firma del convenio de protección de calidad del aire, se abatirá en un cuarenta por ciento la contaminación. Lo que sí resulta lamentable es que todo este circo se siga haciendo en medio de un desfile de autoridades, empresarios, algunos responsables oficiales de proteger el ambiente junto a los asalariados militantes de grupos “ecologistas” que se presentan en tropel desde diversas partes del país a aplaudir con frenesí todas las farsas en torno a la gestión ambiental, rodeados por una masa informe llamada ciudadanía que exhibe su ignorante sumisión ante lo desconocido. ■