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miércoles, 24 abril, 2024
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Instrucciones para reír

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Por: Guillermo Nemirovsky •

La Gualdra 483 /  Elucubraciones

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Tras la Revolución francesa, el 22 de abril de 1794, cuando el verdugo lo arrastraba hacia la guillotina, Chrétien-Guillaume de Lamoignon de Malesherbes (los aristócratas suelen llevar nombres más largos que el Bolero de Ravel) tropezó en alguna piedra o algún peldaño y, tratando de no flaquear en aquellos últimos instantes, le dijo a su escolta algo así como “¡Caramba, pero qué mal presagio!”. Esta ocurrencia hizo más por su posteridad que su temerario empeño en defender a Luis XVI en épocas de vientos contrarios, y no descarto por completo que sea la verdadera y oculta razón por la cual un bulevar y una estación del metro de París llevan su nombre. He consultado algunos tratados, textos, ensayos sobre la risa y el humor, y he notado que casi siempre empiezan con un chiste destinado, supongo, a crear una relación de confianza y de complicidad entre el autor y el lector, como una suerte de captatio benevolentiae, según la retórica latina. Sin embargo me he percatado que, la mayoría de las veces, la broma elegida se vuelve obsoleta al poco tiempo, perdiendo su poder carcajeante. No he querido infringir esta tradición, pero con la salvedad que la anécdota aquí recogida lleva dos siglos y medio surtiendo cierto efecto. No es una garantía de perennidad, pero es lo más parecido que he encontrado.

El sentido del humor es, acaso, tanto o más necesario al ser humano que los otros sentidos, como el oído o la vista. Algunos pensadores se esmeraron en analizarlo, o estudiaron su efecto inmediato, la risa, desde ámbitos tan diversos como la filosofía (Henri Bergson, Vladimir Jankélévitch), el psicoanálisis (Sigmund Freud), la psicología cognitiva (Janet M. Gibson), las neurociencias (Guillaume Duchenne, Leonhard Schilbach), y bien podríamos añadir la literatura, la medicina, la lingüística o su hermana mayor, la semiología. Pero, en definitiva, son relativamente pocos, habida cuenta de la frecuencia del humor en nuestras vidas.

La risa, se suele pensar, no es un tema serio. Algunos calculan que los adultos nos reímos unas 20 veces al día (mientras que los niños lo harían entre 300 y 400 veces). No estoy en condiciones de verificar si estos son datos certeros, pero sospecho que si la gente tuviera, digamos, 20 ataques de hipo al día, existirían academias de hipología en todas las urbes medianamente habitadas del planeta. El chiste, y la risa, son actos sociales, y poderosos medios de comunicación. Según estudios, cuando estamos solos nos reímos 12 veces menos que acompañados, lo que constituye un indicio de su función comunicacional.

François Rabelais, al igual que Aristóteles, escribió que la risa es lo propio del Hombre (Gargantúa), porque no sabía que también puede brotar en primates y en ratas, por ejemplo, bajo el estímulo de las cosquillas. Pero si la risa es universal, el humor no lo es: una broma celebrada en Kenia o en Alemania puede ser incomprensible para un ciudadano de Andorra o de Japón. El escritor francés del siglo XVI, paradójicamente, acuñó el término “agelasta” para designar a unos gigantes abstemios, desconocedores de la risa y del humor. Todos conocemos a algún agelasta, y lo recordamos por la incomodidad que genera al recibir, de manera literal, un enunciado de doble sentido. Existen muchas formas de risa, distinguidas por la literatura, el lenguaje o la ciencia, tales como la risa homérica, sardónica, prodrómica, forzada, nerviosa, y un sinfín de variantes más o menos identificadas, cuyo número varía ampliamente según el idioma utilizado.

La psicología cognitiva identifica tres etapas en la producción o en la recepción de un chiste: 1) Nos representamos mentalmente el contexto de la broma; 2) Detectamos la incongruencia (siempre la hay); 3) La resolvemos, inhibiendo el sentido literal del enunciado, para privilegiar el sentido gracioso. Se produce una disrupción en el orden establecido, una forma de subversión. El prisma del humor hace resaltar, a mi entender, una hipótesis regocijante, o agobiante, según se mire: la realidad es absurda, es decir, carece de todo sentido intrínseco, y hallamos cierto sosiego compartido en esta confirmación cuando se produce la catarsis de la risa, por lo menos mientras esta dura. Si la frecuencia diaria de la risa es la que menciono más arriba, cabe suponer que lo absurdo es el estado natural de la realidad, y no su excepción. Esto implica, naturalmente, descreer en un orden divino, e intuyo que es la razón por la cual las religiones suelen estar tan reñidas con el humor. En su novela El Nombre de la Rosa, ambientada en el siglo XIV, Umberto Eco trata del tema de la risa de Jesús como un elemento central del debate teológico; ya en el siglo V, el patriarca de Constantinopla, Juan Crisóstomo, fustigaba en sus sermones a quienes osaban reírse hasta en las iglesias (“El demonio, en todas partes, dirige este triste concierto”).

La risa puede sonar como una caricia, un bálsamo para el corazón, porque es contagiosa. Es un reflejo que se manifiesta en una serie de respiraciones breves y entrecortadas, acompañadas por una vocalización inarticulada y por la contracción de varios músculos faciales que fuerza la apertura de la boca. Su brote genera en los demás la activación de las neuronas espejo, y libera hormonas que inducen una sensación de bienestar y disminuyen el dolor. Por ello se empieza a usar, desde hace un tiempo, con finalidades terapéuticas. No es raro, hoy en día, toparse con un payaso en los pasillos de un hospital. Al descuajeringarnos, la catarsis parece resolver una tensión, como cuando nos reímos después de un susto injustificado. Pero si la risa es balsámica, el humor también puede ser agresivo y excluyente. Se puede ejercer en detrimento de una persona, o de un grupo determinado, y la risa se torna entonces lastimosa. En este caso, deja de ser disruptivo y contribuye a reforzar el orden establecido. Nuestro idioma contempla derivados del vocablo “broma” portadores de connotaciones negativas: “embromar”, en varios países latinoamericanos, es sinónimo de fastidiar, engañar o perjudicar, y del verbo reír se creó la palabra “ridículo”.

Los primates, al desternillarse, abren la boca y muestran sus dientes, lo que va de par con la advertencia de su potencial peligrosidad, pero al mismo tiempo instruyen al grupo sobre la ausencia de peligro inmediato. Es probable que los humanos y los primates hayan heredado de un ancestro común la capacidad de reír (la risa, entonces, precedería al humor). Yo quisiera saber cuál es la matriz común de la risa, la del simio y la del ser humano, la que propicia tantas formas de expresión y que genera placer o dolor, y cómo surgió en ciertas especies, como la nuestra, para transformarse en una ventaja evolutiva. Y de paso, también me gustaría saber qué sintió el verdugo de Malesherbes, si reprimió púdicamente una incómoda carcajada, o si su víctima oyó los cascabeles de su hilaridad, y si le mostró los dientes al futuro ajusticiado.

 

 

*Traductor, profesor de la Universidad d’Evry-Universidad Paris-Saclay.

 

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