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miércoles, 24 abril, 2024
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El mito del tirano honrado

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Por: Agustín Basave •

La popularidad del presidente López Obrador está cimentada en la emotividad, no en la racionalidad. Pero la construcción de su narrativa, por más que emane de su proverbial instinto, tiene una base racional. Algo así como “encabezo una batalla épica por la transformación de México, enfrento intereses portentosos, me levanto muy temprano todos los días para enfrentar a la mafia del poder político y económico que me quiere aplastar porque no les permito que sigan robando al pueblo, ergo, no me pueden someter a un examen sumario por la ausencia de resultados concretos plasmada en números fríos, que por lo demás contrarresto con mis otros datos”. ¿Cómo evaluar el combate de Heracles/Hércules contra la Hidra? Con calificación al esfuerzo.

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AMLO apela a un segundo atenuante. Su eje discursivo es su transversal gesta heroica contra la corrupción, un fenómeno muy difícil de medir objetivamente (no en balde Transparencia Internacional hace su lista de países menos o más corruptos a partir de la percepción). Y si en algo él es diestro es en moldear la percepción de su base social. La corrupción, además, tiene diversas vertientes. Una de ellas es la que se da en la cúpula del gobierno (el enriquecimiento ilícito de funcionarios, que ha prevalecido en la cosa pública mexicana durante décadas, si no es que siglos) y otra la que existe en la burocracia (la del cohecho rutinario). AMLO limita sus esfuerzos propagandísticos a la primera que, pese a distar mucho de ser erradicada, su grey ve como cosa del pasado gracias a su imagen de hombre austero e incorruptible. La pobreza franciscana, se pregona, es altamente contagiosa.

Vamos por partes. La corrupción de la élite política es la que más irrita a la sociedad, pero la de los burócratas es parte de la misma podredumbre. De hecho, es ésta la que distingue a las naciones: si bien en términos de fortunas amasadas por complicidad de élites gubernamentales y empresariales las desarrolladas se emparentan con las subdesarrolladas, en los sobornos al ciudadano de a pie se observa la diferencia: cualquier viajero sabe a dónde ha llegado desde su primer contacto con autoridades migratorias o aduanales o policiacas, que en el Tercer Mundo suelen ser rapaces. No obstante, esas corruptelas no molestan a AMLO; nada hay en la agenda legislativa ni en las políticas públicas de la 4T para combatirlas. A juzgar por algunas de sus declaraciones, la corrupción sistemática de abajo, que ve como consecuencia mecánica de la de arriba, le parecería una modalidad de redistribución de riqueza. Quizá por eso no le preocupa que persista el “acátese pero no se cumpla” ni le interesa cerrar la brecha donde crece la maleza de las reglas no escritas, y por tanto no se ocupa de acabar con la mordida nuestra de cada día.

¿Se ha cambiado usted de casa, en tiempos de la 4T, y ha intentado cambiar el nombre del contrato y del recibo de luz? Tiene dos opciones: embarcarse en un proceso absurdo, más complejo que un tratado internacional, o pagarle a un personero que se lo gestiona en un par de días. ¿Lo ha detenido un policía en la carretera? Similar disyuntiva: pagar una elevada multa y perder mucho tiempo en ir al banco o gastar cuatro veces menos en una “ayuda para que lo ayuden” y terminar en 10 minutos. ¿Trámites en asuntos del fisco, de salud, de agricultura, de pequeñas empresas? Lo mismo. Nada ha cambiado en el mundo de la mordidocracia. Uno de los mantras de AMLO –“no somos iguales”– se refuta diariamente en la vida diaria de los mexicanos: la burocracia muerde con la presteza de siempre. Exactamente igual que antes.

En su asignatura más importante, pues, en la tarea que él mismo se asignó como máxima prioridad, AMLO ha reprobado. Al menos en el primer examen parcial de su gobierno en materia de anticorrupción, casi todas sus respuestas son incorrectas. ¿Por qué entonces la gente lo aprueba a él? Aquí entra el tercer atenuante, la bajísima vara que le dejó Peña Nieto al equipo obradorista, que es muy fácil librar: comparados con la cleptocracia de su predecesor y la gavilla que lo acompañó, Alí Babá y los cuarenta ladrones son meros aprendices del oficio. Con todo, AMLO no sólo ha defendido la impunidad de Peña, Videgaray y compañía (sólo con consulta lavamanos de por medio acataría a regañadientes la demanda popular de procesarlos), sino que también ha solapado corruptelas de algunos de sus propios colaboradores.

En el tema de la corrupción la 4T es igualita a sus antecesores, lo mismo neoliberales que nacionalistas revolucionarios o porfiristas. Y es que AMLO es un presidencialista autocrático, alérgico al orden institucional, quien no en balde ha anulado al Sistema Nacional Anticorrupción. Más allá de que haya incurrido en cierto grado de hiper regulación, el SNA constituyó un avance y lo que requería era simplificación, no desmantelamiento. Pero claro, a él no le gustan las instituciones que no se someten a su voluntad y que por tanto pueden acotarlo. Discrecionalidad es el nombre de su juego. Él manda, él decide casuísticamente. El problema es que la corrupción de abajo, como la de arriba y la de todos lados, no se contrarresta a golpes de ejemplos, sermones o admoniciones. En México sólo se reducirá en la medida en que se acerque la norma a la realidad, se simplifiquen procedimientos y se dé una vigilancia sistémica, legal e institucional del Estado y –me santiguo al decirlo– de la sociedad civil. Recordémoslo: el mito del tirano honrado, el que por sus purititas pistolas dispara el desarrollo, se derrumbó con Porfirio Díaz.

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