Hace algunos días escuchaba a la historiadora (crítica de siempre) Soledad Loaeza, en el programa “Es la hora de opinar”, con Leo Zuckerman, la expresión: “los mexicanos hemos sido muy crueles con nuestros expresidentes”; lo que me llevó a reflexionar al respecto, al tiempo que lograba completar en mi acervo las memorias de los expresidentes contemporáneos con las de Miguel Alemán Valdés (Remembranzas y testimonios) y José López Portillo (Mis tiempos. Biografía y testimonio político). Antes he conocido las memorias de Carlos Salinas de Gortari (México, un paso difícil a la modernidad), de Miguel de la Madrid (Cambio de rumbo), y de Felipe Calderón (Decisiones difíciles, del que ya escribí en estas mismas páginas). Pero también he podido conocer interesantes ejercicios biográficos de Adolfo Ruiz Cortines, escrito por el actual panista Juan José Rodríguez Prats, y un texto de ensayos de la vida de Adolfo López Mateos, coordinado por Rogelio Hernández Rodríguez y editado por el Colegio de México. De todo ello, me surge la coincidencia con Soledad Loaeza. Quizá porque el sistema emanado de la revolución, descansó en un poder, cuasi absoluto del presidente, como cima de la pirámide del Estado, a razón de estar limitado por el tiempo (seis años) y luego someterse a un silencio, que permitía al sucesor cierta regla implícita de “matar al padre”, para legitimarse, nuestros ex presidentes suelen tener una lamentable memoria histórica que no nos permite analizar el contexto, sus tiempos, circunstancias y reflexiones entorno a sus decisiones. El análisis más o menos generoso de quiénes encabezaron el poder en nuestro país, no resiste a la demanda popular de castigo, cuando menos en el juicio histórico, quizá el único castigo que el sistema permitió, pues era regla del sistema también la impunidad para “proteger la institución presidencial”, misma tradición que aún y con todo lo que se diga, no hemos logrado extirpar, salvo en ello: los severos juicios que son quizá la única alternativa que dejaron a sus gobernados nuestros ex presidentes, dada la opacidad y la resistencia misma del sistema a la rendición de cuentas, más allá incluso de lo institucional, a nivel personal.
En ello nuestra cultura política dista mucho de la cortesía política y madurez institucional que se acostumbra en el vecino norte: salvo en el caso de Trump, es común escuchar el elogio mutuo entre ex presidentes republicanos y demócratas, al grado de la mítica carta que el presidente George Bush padre, dejó a su ex contrincante y vencedor Bill Clinton en el famoso escritorio resolute, que se volvió una costumbre (rota nuevamente por Trump) y luego los encuentros más o menos rutinarios de los ex mandatarios vivos en cada toma de posesión de un nuevo jefe de Estado angloamericano. Es francamente una exquisitez de la buena política leer, por ejemplo, los obituarios que cotidianamente hace The New York Times de sus actores políticos, con esa necesaria, justa y bien merecida, generosidad por personajes que con su ambición, vanidad, pero también con su vocación de servicio, sacrificio personal y sentido de la historia, sirvieron a un tiempo, a causas y a personas.
El presidencialismo mexicano es aún un asunto complejo que debemos explorar, estudiar, analizar y conjugar con su impopular sabiduría histórica, política e institucional, sí queremos continuar nuestra evolución política rumbo a una democracia liberal en forma. No es a través de la simplicidad (la principal amenaza de la democracia según Daniel Innerarity) como lograremos exorcizar los errores del pasado, sino entendiendo su complejidad, y dándoles el trato necesario de análisis y contexto, como lograremos aprovechar nuestra historia para no negarla ni resignarnos a ella como destino, sino moldear las oportunidades del presente, para el futuro en el que podemos consensar para México.
@CarlosETorres_
