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lunes, 18 marzo, 2024
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Por: Guillermo Nemirovsky •

La Gualdra 474 / Elucubraciones

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No es habitual que el tema de la traducción se encuentre en primera plana. Esto sucede hoy a raíz de la controversia que envuelve unas decisiones editoriales, a propósito de la edición planetaria de la obra de la poetisa afroamericana Amanda Gorman. Existe, según entiendo, una exigencia de Viking Books, el editor norteamericano de la joven escritora, de confiar las traducciones de su obra exclusivamente a jóvenes traductoras afrodescendientes y activistas. Obviamente, esta decisión genera un gran número de reflexiones, e implica un examen cruel de algunas realidades, hoy, por fin, vistosas en sumo grado. Si algún mérito tiene esta decisión editorial, admitámoslo de buenas a primeras, es el de poner de relieve la falta de diversidad en ciertos ámbitos relacionados con la cultura (con cierta cultura). El acceso a esta es desigual, por no decir francamente injusto. Esto es un hecho que nuestras naciones tienen que remediar, si aspiramos a vivir en una sociedad que no nos avergüence.

Me pregunto, empero, ironizando un poco, qué sería de mi obra de traductor si me aplicaran las normas impuestas por Viking Books. Acaso me condenarían a traducir únicamente obras escritas por hombres argentinos, radicados en Francia, de ascendencia eslava y, dado el caso, medio calvos y narigones. No quiero decir, con esto, que ser calvo y narigón sea equiparable con la experiencia de vida de ser una mujer afrodescendiente, hoy en día, en los Estados Unidos, obviamente. Yo vivo, afortunadamente, en una sociedad que no me reduce a esas características, sabedora de esta verdad científica que las razas no existen. Lo que sí existe, en cambio, es el racismo, incluso en la Francia de las Luces, como le gusta llamarse a sí misma. Pero la pregunta que cabe plantearse es ¿en qué medida las circunstancias personales, ontológicas y sociales influyen en el acto de traducir? Mucho me temo que no se logre nunca un consenso al respecto, pues se trata de consideraciones imposibles de cuantificar. Hemos de reconocer, no obstante que “nadie hace nunca abstracción de su persona”, por el mero hecho que vivimos sumidos en la subjetividad.

Pero también existe un terreno, una suerte de océano cognitivo, que llamamos intersubjetividad, y que nos permite conectarnos unos a otros. Terencio proclamaba “soy hombre, y nada humano me es ajeno”. Desde luego, no todos tenemos la misma capacidad de empatía. Varios estudios demuestran que esta capacidad es innata, aunque quizás también sea innato el egoísmo. La educación, los modelos familiares y sociales, a su vez modifican, merman o amplifican este rasgo del ser humano. Un estudio, incluso, llega a afirmar que la práctica de la lectura, la frecuentación de la literatura, desarrollan más el sentido de la empatía que, por ejemplo, el ser educado con valores religiosos. El traductor, que es necesariamente un lector voraz, ha de ser capaz de reconocerse en los autores que traduce, en los personajes a los que les presta voz, desde los más entrañables hasta los más antipáticos.

Ahora bien, el acto de traducir, el oficio de traducir, se ve en esta polémica manchado por consideraciones que no son, a mi entender, de su competencia. Es conocido el adagio “traduttore, traditore”, que condena de antemano cualquier tentativa de traslación. Y no sin razón. Los escoyos inherentes a la traducción son bien conocidos, pero todos se originan en las peculiaridades de los idiomas implicados. Cada lengua conlleva una cosmogonía en la que se reconocen, incluso inconscientemente, sus locutores, y que no es ajena a lo que llamamos más arriba la intersubjetividad. Alberto Manguel relata, en una conferencia dedicada a la traducción literaria, que el autor italiano Alessandro Baricco le narró las dificultades insolubles con las que se topó su traductor japonés. Este tenía que traducir un brevísimo mensaje que una mujer entrega, furtivamente, al protagonista en un momento crucial. Tres escuetos vocablos: “torna o muoro” (vuelve o me muero). La primera palabra no se puede traducir sin perífrasis, debido a que el imperativo no existe en japonés. Se ha de decir algo así como “quisiera que vuelvas”. La segunda, la conjunción “o”, tampoco se puede usar en japonés, pues se debe decir “existe esta posibilidad, y existe esta otra posibilidad”. En cuanto a la tercera, el problema reside en el hecho que la muerte nunca se nombra directamente en japonés, se usan eufemismos ad hoc.

Puede ser que sea imposible traducir sin traicionar al texto original, creo que a esta altura nadie lo niega. El encargado de cometer esta traición debe hacer malabarismos para mantener, pese a todo, cierta lealtad al texto, al autor, al mensaje, a la prosodia, a sabiendas que es vano buscar una satisfacción total. El mismo Manguel recuerda, en su conferencia, la creación de Borges, Pierre Menard, autor de don Quijote. Su protagonista se dedica a copiar exactamente el texto cervantino, porque sabe que su resultado no será idéntico al original, pues las palabras, las mismas palabras en el mismo orden, se escriben en siglos diferentes y adquieren otro significado con la pátina del tiempo. Si Pierre Menard no logra la perfección a pesar de realizar una suerte de traducción de grado cero, es muy probable que ni siendo Amanda Gorman se pueda traducir a Amanda Gorman sin traicionarla. Su editor, en cambio, bien hubiera podido evitar añadir su felonía para con una profesión, por lo  general, muy poco reconocida.

 

 

*Traductor, profesor de la Universidad d’Evry- Universidad Paris-Saclay.

 

 

 

 

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