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jueves, 25 abril, 2024
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Dándole vueltas a la violencia: Competencia de ficción de Cinélatino (Toulouse)

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Por: SERGI RAMOS •

La Gualdra 472 / Cine / Desayuno en Tiffany’s, mon ku

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A poco de cumplirse el primer aniversario del confinamiento en Francia, las salas de cine siguen cerradas y los festivales, en la red. Es el caso de Cinélatino de Toulouse, que se celebra en internet del 19 al 28 de marzo, aunque una segunda parte en carne y hueso esté programada para el mes de junio. Esperemos que funcione.

Este festival ha logrado convertirse en una de las referencias mundiales para el cine latinoamericano. No solo presenta una rica programación, sino que ha puesto en marcha un fondo de financiación de proyectos, “Cine en Desarrollo”, después de que la ruptura con el Festival de San Sebastián provocara el final del programa conjunto anterior, “Cine en Construcción”. Los premios del festival buscan además incentivar la distribución de las películas en Europa.

Esta edición está prestando especial atención al cine mexicano, con la programación de cuatro películas en la competencia oficial de ficción: 50 ballenas o dos se encuentran en la playa, de Jorge Cuchí; Fauna, de Nicolás Pereda; Nuevo orden, de Michel Franco; y Uzi, de José Luis Valle; además de proponer una mesa sobre jóvenes cineastas mexicanos de hoy, con Fernanda Valadez, Carlos Lenin y Bruno Santamaría.

Violencia económica y racial

Uno se mete en un festival esperando descubrir alguna película que provoque el entusiasmo de una pequeña revolución contra del convencionalismo imperante. Sin embargo, mientras uno pasa de una película a otra, esperando esa revelación, empieza también a tejer lazos entre ellas, conectando temas, enfoques, personajes, situaciones, hasta que se esboza “un estado del mundo y del cine”. La programación de Cinélatino ha dejado claro que, tras una multiplicidad de miradas, seguía presente uno de los conceptos fundacionales del cine, la violencia.

Escribe Pasolini que cuando una película despierta dudas, conviene evaluar su posicionamiento político. De Nuevo Orden (Michel Franco) se ha escrito mucho ya, pero permítanme ofrecer mi punto de vista de europeo. El filme pone en escena un alzamiento de una parte de la población, descrita como trabajadora y mestiza contra las élites adineradas y blancas, es decir, un conflicto a la vez social y racial, que acaba desembocando en una militarización autoritaria del estado. En medio de este enfrentamiento, Franco parece darle una oportunidad solo a aquellos personajes que encarnan una visión idealizada (desde el punto de vista del colonialismo) de la relación de clase: el amo paternalista y el criado agradecido.

Lo más molesto, sin embargo, es hasta qué punto este alzamiento es únicamente descrito como un saqueo llevado a cabo por delincuentes, evitando sistemáticamente cederles el punto de vista (lo que no ocurre con los demás grupos presentes). A lo sumo, los asaltantes son representados como los apaches de un mal western, cubiertos con sus amenazadoras pinturas de guerra, o como los inconscientes zombis de George Romero. Considerando esa falta de identificación posible, Nuevo Orden acaba remitiendo a una actualización estéticamente mejorada de las películas de rape and revenge de la época reaganiana.

Frente a la distopía apocalíptica de Franco, la brasileña Casa de antigüedades de João Paulo Miranda Maria se centra en el personaje de Cristovam, un hombre mayor nacido en el norte de Brasil, tras emigrar hacia el sur, en una antigua colonia austríaca para trabajar en una granja. Cristovam, interpretado por Antonio Pitanga, actor negro del Cinema Novo, es víctima de la lógica económica neoliberal de la empresa, así como del racismo cotidiano que le dedican los habitantes de piel clara. En oposición al espacio de la granja, aséptico y racionalizado hasta la caricatura, Cristovam descubre una vieja cabaña en el bosque, un lugar marginal por el que transitan los lugareños para dejar libre curso a sus comportamientos más pulsionales, y en el que Cristovam encontrará una serie de objetos que lo irán transformando, apelando al realismo mágico para representar un retorno a sus raíces culturales no exento de violencia, pero desdramatizado por un humor que borda lo grotesco.

 

Creando conciencia

La toma de conciencia vertebra otras dos películas, La chica nueva, de la argentina Micaela Gonzalo; y Tengo miedo torero, del chileno Rodrigo Sepúlveda. La primera retoma el realismo social de los hermanos Dardenne para contar con honestidad la historia de Jimena, una joven introvertida con dificultades económicas, que deja Buenos Aires para reunirse en la Patagonia con su hermanastro Mariano. Allí, llevará a cabo su iniciación sentimental y política, bajo la mirada ambigua de su hermano mayor.

Tengo miedo torero enfoca la política desde lo queer, a través de su personaje principal, La Loca, interpretado por Alfredo Castro. En el periodo final de la dictadura de Pinochet, el viejo y miserable travesti trabaja como costurera para miembros de la alta sociedad de Santiago. Durante una redada de la policía, La Loca es salvado por un joven activista izquierdista mexicano, y los dos personajes inician una relación compleja y desigual, en la que se mezclan sentimientos e intereses políticos. La película abandona progresivamente las coordenadas de la ficción política para orientarse hacia el melodrama, en el que los sentimientos acaban por llevárselo todo por delante, en una especie de relectura queer de Casablanca.

Uzi, de José Luis Valle, con su historia de un viejo asesino a sueldo retirado, propietario de unos baños públicos sin clientela, al que le proponen cometer un último crimen para rehacer su vida, elabora una relectura histórica de la violencia desde una cierta nostalgia teñida de buenas intenciones.

 

Estética del desasosiego

Otra película nacional que promete polémica es 50 Ballenas (o dos se encuentran en la playa), ópera prima de Jorge Cuchí, tras una larga experiencia en el campo de la publicidad. Dos adolescentes, Félix y Elisa, participan desde las redes sociales en el juego de la Ballena Azul. Después de realizar cincuenta desafíos diseñados por “el administrador”, cada uno de los jugadores debe suicidarse. El director explota a lo largo de la película una serie de recursos visuales. Cuando los dos adolescentes están separados, los muestra simultáneamente gracias al uso del split screen, enseñando, con algunos matices, la similitud de sus vidas, hasta alcanzar incluso la sincronía. La película sitúa siempre a los adultos fuera de campo, convirtiéndolos en meras presencias verbales, cuyas palabras, entre comprensivas e inquisitivas, acaban disolviéndose sin alcanzar a los adolescentes, que se escurren en cuanto pueden hacia sus cuartos, refugios de la soledad.

El encuentro entre los dos jóvenes durante una de las pruebas dará inicio a una relación, aunque ambos parezcan determinados a llegar hasta el final del juego. Las últimas pruebas provocan una espiral de violencia donde ya no solo se trata de poner en peligro su propia vida, sino la de los demás. A partir de este punto cuando la película pierde a sus personajes, convirtiéndolos en simples mecanismos de una trama que apunta sin cesar hacia un cierto sensacionalismo emocional (marcado por la utilización enfática de la banda sonora), y de paso al espectador, sin que el romanticismo negro del realizador consiga alcanzar la lucidez sórdida de, por ejemplo, Benny’s video o Funny games de Michael Haneke.

Desterro, la ópera prima de la brasileña Maria Clara Escobar se sitúa estéticamente en el polo opuesto al de Cuchí. Para describir el malestar de una joven pareja, apela a una iluminación gélida, un encuadre y una composición quirúrgicos, un ritmo pausado que pretende dar cuenta de su crisis personal y relacional. Los efectos de distanciación, como los testimonios a cámara de las viajeras del autobús en la última parte, rompen la ilusión de la ficción, dándole al mismo tiempo una dimensión metafísica a la alienación que alcanza a los personajes. ¿Hasta qué punto son reales nuestras emociones? ¿Acaso vivir no es entrar en patrones que nos privan de nuestra libertad?

Fauna, la última película del mexicano-canadiense Nicolás Pereda, plantea preguntas similares, pero desde un punto de vista lúdico. La visita de Paco a la familia de su novia Luisa da pie a una serie de acontecimientos improbables y molestos, que el personaje tiene que sobrellevar como buenamente puede. Todo parece suceder como para demostrar que las expectativas, los proyectos que cada uno intenta sacar hacia delante, se rompen una y otra vez al chocar con la realidad y los demás. Con humor, Pereda trabaja esos sinsentidos para instaurar una improvisación constante, que toma una nueva forma en la segunda parte de la película, donde los actores que hemos estado siguiendo interpretan distintos papeles. Nunca nada sale como uno espera.

 

 

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