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jueves, 28 marzo, 2024
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COVID-19: un año después (primera parte)

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Por: Carlos Eduardo Torres Muñoz •

Ha pasado ya un año desde que el mundo comenzó a enfrentar la pandemia más agresiva en un siglo. Históricamente, esta pandemia no solo se medirá en las numerosas y lamentables muertes que ya nos ha dejado, aún sin certeza de su contabilidad, sino también por la rapidez de su expansión, su complejo manejo en un mundo convulso, y los impactos que tendrá en el futuro inmediato y de largo plazo. Desde su inicio podíamos advertir que, en medio de un contexto de crisis de confianza y credibilidad, como la que aún vivimos, en torno a instituciones, personales, expertos e incluso conceptos como gobierno, ciencia y autoridad, las medidas serían cuestionadas, ignoradas o fatalmente, tergiversadas a través de rumores y francas mentiras; no solo esto, las circunstancias de debilidad institucional en que el virus encontraba a casi todos los estados nación y la desigualdad creciente, sortear la pandemia significaría para millones de familias un asunto de azar y sortear la desigualdad en la que todos nos encontramos inmersos.

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Hoy podemos sumar a todas estas proyecciones, lecciones que han surgido necesariamente de la situación en la que ya cumplimos un año de incertidumbre y tristísima fatalidad. Podríamos entender ya como lecciones colectivas, para arrancar estas reflexiones, las siguientes:

La debilidad del Estado y sus empobrecidas capacidades para garantizar derechos, no benefician a nadie, algunas de estas incapacidades tan evidentes en áreas como la salud, y otras no tan evidentes, pero cada vez más necesarias como el del Estado de Bienestar, capaz de brindar un ingreso mínimo vital, sí bien afectan directamente a los más pobres, las consecuencias e impactos terminan por afectar a todos los sectores y a la sociedad misma. La atmósfera que vivimos y la que vendrá, no puede ser una buena noticia para nadie, ni para los que más ni para los que menos.
Esta debilidad estatal no solo se aprecia en las incapacidades institucionales, fiscales o políticas para garantizar medidas de supervivencia para la sociedad, sino también en la configuración de un daño potencial convertido en realidad, ante la falta de burocracias profesionales en la toma de decisiones y capacidades adquiridas en las personas que nos gobiernan. Hoy, parece más cierto que nunca, que la idea weberiana de la administración, conformada en un equilibrio entre políticos y administradores profesionales, merece ser atendida y puesta en práctica.

Finalmente, en esta primera entrega, podemos apreciar la nula conciencia de solidaridad en un mundo cada vez más globalizado, cuyas ventajas, parece ser, solo son para el mercado, pero no para el Estado y menos aún para la sociedad: para las personas. Particularmente, soy de la idea de que la globalización es un fenómeno positivo, pues representa una visión cosmopolita con todas las oportunidades para el desarrollo, bienestar y calidad de vida, tanto en los ámbitos políticos, sociales y culturales que ello significa. Sin embargo, es momento de reconocer que lo que los críticos más mordaces de la globalización le apostillaban, de ser solo un mecanismo del mercado, parecen tener si no toda la razón, parte de ella. Pero esto significa también una oportunidad para nuestra generación y las próximas para reformar a la globalización, por lo demás, ya inevitable: en un primer punto, hay que buscar y luchar por lo que teóricos como el italiano Luigi Ferrajoli, llamaron un Constitucionalismo Global, o cuando menos la del fortalecimiento de los organizamos internacionales, dotándolos de capacidades de coerción, sobre todo en momentos de crisis como el que vivimos y el que se aproxima: una nueva guerra fría entre los Estados Unidos y China; segundo: hay que regular, en serio, y quizá éste podría ser una de las bases de ese constitucionalismo global, al mercado; debe ser éste un instrumento del ser humano y no el ser humano de aquél, y aunque suene a quimera, esas ideas que aprendimos a tachar de ideales inalcanzables se han vuelto demandas muy razonables en medio de la amenaza misma de la existencia que hemos experimentado. Finalmente, llegó el momento de que a la globalización la acompañe una cultura de la solidaridad en clave social, y no solo comercial. Que abrir y abatir las fronteras no solo sea para vender, sino también para vivir. Otra vez: podría sonar a quimera, pero si no hemos aprendido cuando menos eso, que las ideas de bienestar no pueden ser más solo palabras para consolar, no solo no hemos aprendido nada, nos hemos vuelto cínicos. ■

@CarlosETorres_

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