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viernes, 19 abril, 2024
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Mariana Terán / Del arte de escribir mi nombre

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Por: MARIANA TERÁN •

La Gualdra 469 / 8M2021 / Mujeres en la cultura

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Desde hace más de cuarenta años, asumí el ejercicio de la docencia como un proyecto que marcaría mi vida. Inicié como alfabetizadora de adultos en una colonia popular en Aguascalientes, la Curtidores, en la primaria David G. Berlanga. Corría el año de 1981. Primero hice entrevistas, familia por familia, para saber cuántos adultos no sabían leer ni escribir; después había que convencerlos de ir a la escuela para llevar el programa del INEA. Algo muy difícil por la serie de resistencias: “tengo mucho trabajo en casa”, “mi esposo no me deja”, “trabajo a destajo en la maquila y no tengo tiempo de nada”, “y quién me cuida a los críos”.

En medio de esas resistencias, se formó un grupo de veinte personas, mujeres y hombres que hicieron un gran esfuerzo por dedicar una hora al día para ir a “La Berlanga”. Los mesabancos del salón de clases se ocuparon, algunos traían su cuaderno y lápiz, otros su “saca” con verduras, unas más con hijos recién nacidos. Era eso o era nada. Así que empezamos. No sabía a lo que me enfrentaba. Me sorprendió el respeto que me tenían, me llamaron “maestra”. Cada día empezamos con las actividades, unir sílabas, reconocer palabras, palabras que eran entendidas porque representaban parte de su “enciclopedia cultural”.

Ya iniciado el curso, se presentó un señor de ochenta años. Las manos agrietadas por el trabajo en el campo. Llevaba también su “saca” con un cuaderno de forma italiana, un lápiz, una goma y un sacapuntas. Era don Paulín. Me dijo, “¿Puedo pasar, maestra?”, “claro, bienvenido”, le respondí. Fue difícil porque a veces se quedaba dormido, otras veía a la ventana sin poner atención al pizarrón. Eché mano de mi paciencia, pero no lograba ningún resultado. Sin embargo, don Paulín cada tarde se presentaba puntual a la puerta, con su “saca” y sus manos cansadas. Tomar el lápiz le costó inmenso trabajo. Se le caía, no lo podía mantener. Su mano temblorosa hacía imposible cualquier intento de poner una letra sobre el papel. Ojalá hubiera tenido la oportunidad de usar la goma. Las mujeres, las recuerdo bien, tenían mucho entusiasmo, de sílabas a palabras, de palabras a frases. Escribieron sus nombres y apellidos, los de sus hijos y esposos. Escribieron sus direcciones, sus rezos. Me sentí compensada. Esas mujeres tuvieron el coraje de salir de sus casas para aprender a leer y escribir y aprendieron. A la vuelta de los meses todas sabían leer, varias me dijeron con orgullo que ya podían leer los letreros de los camiones, sin tener que preguntar.

Cuando estaba por cerrar el año, don Paulín se sentó, me enseñó lo que había aprendido a lo largo de todos esos meses. Se quitó su sombrero, con su mano temblorosa abrió su cuaderno, tomó su lápiz y escribió su nombre: Paulín, así, sin más. Levantó su mirada nublada y me dijo con una sonrisa: “Ya sé escribir mi nombre. Por fin ya lo sé”.

 

 

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_469

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