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viernes, 29 marzo, 2024
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Alba de Papel La frialdad del sepulcro, al alba de la esperanza

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Por: ALMA RITA DIAZ CONTRERAS •

La primera vez que oyó la palabra “muerte”, fue la de su abuelo materno, tenía 6 años de edad y su ausencia fue brutal, pues fungía como su padre; años más tarde, en 1999 murió el que sí lo era biológicamente, y el sentimiento de pérdida fue de inexplicable enojo, su partida anulaba la posibilidad de restaurar el traumático abandono.

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2016 fue también sombrío, se apagó la vida de su madre y con ella se fueron los últimos recuerdos de su generación nuclear, dejó la herencia de su generosidad y de su angustia constante por los duros golpes de la vida y por el temor que en vida tuvo siempre por los suyos, los amigos y los conocidos en un mundo dominado por el dolor y la injusticia.

Cierto es que nadie se libra del sufrimiento, no se puede huir y es incuestionable afrontarlo, conscientemente. Para muchos, es un asunto de rebeldía e insatisfacción ¡No poder hacer nada contra la muerte!…pero, ¿Cuáles serían sus aspectos positivos para descubrir aquellos valores profundos del sufrimiento como parte de un aprendizaje significativo para la vida, que nos prepare para dejar este mundo?…

Debido a la prevalencia del pensamiento cristiano, se dice que el examen de la vida para la muerte, se centra en el amor y todo lo que se desprenda de este inagotable vocablo, por lo que tiene sentido y mucha temeridad, si se observa la desolación apocalíptica de un mundo globalizado, entuerto y seco, en lo espiritual, con una crueldad imparable en todas sus vertientes para su autoinmolación.

La rústica historia que da principio a este texto, se parece con seguridad -en menor o mayor intensidad-, a otros miles de testimonios de familias dolidas, dispuestas a partir el pan celestial, pero negadas a beber el cáliz de la pasión, debido al apego que tuvimos con la persona que ya no está, y que provoca una intensa aflicción, quizá, tramposamente proveniente de la culpa e impotencia, al no poder hacer nada para mantenerla viva.

El antropólogo social polaco Bronislaw Malinowski escribió que “Incluso en los pueblos más primitivos, la actitud frente a la muerte es infinitamente más compleja y más similar a la nuestra de lo que por lo general se supone…Los familiares más cercanos y los amigos se sienten conmovidos en lo más hondo de su vida emocional”, debido a que lo difícil del sufrimiento humano no es el dolor en sí, sino la conciencia de tenerlo.

Este 2020 ha sido un año ferozmente despiadado, no sólo ha descubierto nuestra fragilidad en todos los campos, sino que también la Naturaleza ha cobrado factura a esta simulación de poderes, con la funesta pandemia de la Covid-19, que se ha cobrado miles de vidas, sin distinciones en todos los puntos del planeta, con una saña inaudita en los enfermos de hipertensión, diabetes, obesidad, y adultos mayores. La crisis sanitaria ha desvelado la miseria de la política pública en los programas de salud y de investigación para preservarla, exponiendo al género humano, una vez más, al indecible dolor de los contagios y de las muertes en solitario, sin más testigo que el agobiado personal médico de los hospitales.

En los rotulares y noticias por radio, televisión e internet, la muertes son una cifra, un mínimo porcentaje de la población mundial, nacional o estatal, un dato duro de medición política para la diatriba, pero para aquellos que perdieron a sus seres queridos, es un motivo de dolor que lacera su razón y estabilidad emocional, que en el naufragio de su sufrimiento, se aferre al pensamiento místico de que a toda vida, le corresponde y pertenece la muerte en un tiempo determinado.

Un compás de la existencia, donde el bien absoluto es Dios y la salvación, todo lo demás es relativo, hasta la desaparición física, porque sólo de él, proviene lo bueno y lo perfecto, “De lo alto desciende el Padre de las luces, en quien no hay cambios ni sombras de rotaciones”, una premisa reveladora que auxilia a mitigar la angustia del duelo, hasta llegar a la aceptación de la pérdida del ser amado.

En este sentido, nuestros muertos, son infinitamente más que un número, son cada uno de ellos, una vigorosa historia para contar, para edificar y honrar, ellos trazaron un camino de lucha y sobrevivencia, de acierto y error, de amor y desamor; fueron madres, padres, hijos, hermanos, primos, profesionales, artistas, intelectuales, artesanos, promotores, amaron y fueron correspondidos a plenitud, en una vida que fue intensa y prolífica.

Que la comprensión del dolor propio y ajeno, entendido como aprendizaje de la vida ante la muerte, evite la catástrofe que pareciera tornarse inminente para nuestra extinción, donde quiera que vivamos; que en todo momento, nos acompañe a pesar de la adversidad, el pensamiento optimista y solidario de la belleza de la vida, sabiendo que la felicidad consistirá siempre en hacer lo correcto, y que aceptamos la finitud propia y la de los otros, como parte del gozoso misterio de vivir.

Con profundo reconocimiento, esta colaboración la dedico a Don Juan Díaz del Río, excelente narrador y fiel guardián de la religión cristiana, trabajador incansable, que alguna vez soñó con ser actor, y que siendo tan humilde, fue capaz amorosamente, de compartir el pan de sus hijos, con aquella niña; a Don José Pablo Román, ejidatario y hombre cabal, promotor cultural y fundador del Eco-parque turístico de Zóquite, un extraordinario proyecto que es ejemplo nacional comunitario, que debiera ser recompensado con su rehabilitación y apertura al público, por parte de las autoridades del Municipio de Guadalupe; y a Mary Canizales Romo, defensora del arte y la cultura popular de Trancoso, combativa y ejemplar mujer que voló junto a sus queridos padres a una estela de luz; su sonrisa permanecerá en el recuerdo de quienes la conocieron y en aquellos que recibieron el beneficio de su trabajo tenaz. Que en paz descansen.
Con profundo respeto a los familiares de las personas citadas.

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