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jueves, 18 abril, 2024
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■ Comentarios Libres Juárez, el presidente de la nación

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Por: SOCORRO MARTÍNEZ ORTIZ •

Juárez fue liberal. Ajeno a todo mito, fanatismo o creencia religiosa. Su obra es trascendente. A él se debe el concepto de Estado laico, que establece el artículo 40 de nuestra Carta Magna. También, el principio histórico de la separación del Estado y las iglesias, señalado en el numeral 130. Con motivo de la fecha de su natalicio el 21 de marzo de 1806, me permito retomar las ideas de Francisco Javier Luna.

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En virtud de la Constitución de 1857, Juárez fue Presidente de la República. Había hecho un viaje impresionante desde su natal Guelatao hasta la silla presidencial, pero la verdadera jornada apenas empezaba. Su gobierno comenzaba en las peores condiciones imaginables: sitiado por el ejército rebelde y con poderes amplios sólo en la letra, Juárez se enfrentaba a una guerra civil y lo primero que necesitaba lograr, era escapar de la propia capital.

A pesar de eso, la situación no era del todo desesperada, los gobiernos estatales emanados de la Constitución del 57, estaban firmemente asentados como para prestar recursos al presidente en su lucha. Aprovechando los combates que seguían en las calles, Juárez salió apresuradamente de la ciudad y se dirigió al norte. La primera escala fue Querétaro, sólo una breve pausa para hacerse de recursos y continuar el viaje hasta Guanajuato. Comienza así la imagen que se tiene: del severo indígena viajando en su carroza negra como sede del poder, y la última legalidad del gobierno constitucional. Si los conservadores tenían sus símbolos encarnados, los liberales, también tenían los suyos.

Zuloaga, no tardó en tomar control pleno de la capital, mientras Juárez se refugiaba en Guanajuato y conformaba un gabinete, que le permitiera tener colaboradores fieles que le ayudaran a negociar con los gobernadores. Entre los ministros de Juárez, estaban destacados liberales, como Ocampo y Guillermo Prieta, pero aunque políticos idealistas y convencidos de su deber, su apoyo era más bien moral.

Mientras Juárez trataba de organizar algo parecido a un gobierno, en la capital, Osollo, y Miramón, armaban al ejército profesional con el apoyo de los ricos propietarios, del clero, y de las gestiones de Zuloaga para obtener dinero del extranjero. El ejército al mando de Osollo, partió rumbo a Querétaro, donde trabó combate en la entrada del bajío, con las tropas del gobernador Manuel Doblado de Guanajuato, y Anastasio Parrodi de Guadalajara. Osollo y Miramón lograron una contundente victoria con la ayuda de un indígena queretano llamado Tomás Mejía, quien al mando de un grueso contingente de indios, envolvió a las tropas liberales. La batalla de Salamanca, como se le conoce, terminó con la derrota de Doblado y la huida de Parrodi hacia Guadalajara.

En tanto, Juárez había logrado reunir en Guadalajara un disminuido Congreso de la Unión y una Suprema Corte, que aseguraron una forma legal a su gobierno. Prácticamente, la única función del Congreso fue reconocer a Juárez y dotarlo de poderes extraordinarios para afrontar la crisis de la República. Las noticias de la derrota de Salamanca terminaron con el intento de establecer una capital provisional en Guadalajara. Una de las guarniciones de la capital, enterada de la noticia trató de tomar ventaja de la situación, y se rebelaron contra el gobierno republicano. Al grito de: “¡Viva la religión!”, los militares tapatíos se apoderaron del Palacio de Gobierno y del presidente de la república.

Juárez y sus ministros estaban encerrados en una pequeña habitación de Palacio de Gobierno de Guadalajara, antiguo palacio virreinal, en esos momentos en manos del coronel Antonio Landa. Las horas pasaban lentamente, mientras la vida de la capital tapatía se había detenido, debido al pronunciamiento de la tropa. Los hombres vestidos con sus trajes negros y encerrados en el cuarto, se miraban mutuamente, por momentos conversaban sobre las posibilidades de escapar o de un rescate, pero estas conversaciones rápidamente decaían y se volvía al silencio ominoso que pesaba sobre ellos, solo interrumpido por gritos que de vez en vez, estallaban en algún cuarto vecino. Los gritos en cuestión, eran prorrumpidos por los oficiales de Landa, quienes discutían el futuro de los prisioneros. Algunos se inclinaban en dar a la revuelta un final apresurado y fusilar a los políticos, otros insistían en mantenerlos con vida, como una forma de negociación en caso de peligro.

El coronel Antonio Landa aún no había tomado una decisión. Según las primeras noticias, la derrota de los liberales en el bajío había sido contundente, pero informes posteriores indicaban, que no había sido tan definitiva como aparentaba en un primer momento. Mientras los militares meditaban, comenzaron los disparos en la parte de afuera. Un soldado de la guarda se apresuró a informar que tropas de la Guardia Nacional, fieles al presidente, atacaban el palacio. El intercambio del fuego arreciaba por momentos. Aislado y con pocos hombres, Landa sabía que no podía mantener una defensa larga contra un enemigo numeroso. Levantándose de su asiento, mandó traer a Juárez y sus ministros a su presencia. Al entrar, el presidente y el militar se estudiaron mutuamente. La mirada de Juárez se clavó en los ojos del coronel. ■

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