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jueves, 25 abril, 2024
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Entrevista con Ernesto Lumbreras a propósito de su libro ‘Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-1921’

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Por: JÁNEA ESTRADA LAZARÍN •

La Gualdra 411 / Festival Internacional de Poesía RLV 2019

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Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-1921, de Ernesto Lumbreras, se presentará el jueves 5 de diciembre, a las 19:00 Hrs. en el Patio de Rectoría de la Ciudad de Zacatecas, dentro de la programación del Festival Internacional de Poesía Ramón López Velarde. Presentamos a continuación una entrevista con su autor.

 

Jánea Estrada: Recientemente, a propósito de la presentación de su libro Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-1921, usted ha afirmado algo que me llamó mucho la atención: dice que la lectura que se ha realizado sobre López Velarde está un tanto sesgada, que su literatura debería situarse del “lado de los vencidos durante la revolución”… ¿Podría decirnos cuáles son algunos de sus argumentos?

Ernesto Lumbreras: Los funerales de Estado que le brindó Álvaro Obregón, jefe de la facción triunfante, tuvieron para bien y para mal notables repercusiones. Para bien, porque lo catapultaron hacia a una popularidad equívoca y trivial; para mal, porque esa bandera victoriosa no representaba al mundo del poeta: el México criollo, la cultura católica de avanzada, la pequeña propiedad, la fobia contra el mundo sajón… Leer “La suave Patria” el 15 de septiembre como si fuera un himno o una oda es terriblemente contradictorio. Ramón López Velarde presenta en ese poema —donde la profundidad y la complejidad de México y de lo mexicano emergen a la superficie— una serie de episodios de una forma de vida que estaba por expirar. Esos paisajes se quedarán para los calendarios y las películas más ramplonas del cine nacional. Y por supuesto, la obra del jerezano es más que eso. La zona de confort de muchos lectores velardeanos es leer su poema más memorable para regresar al mismo sin siquiera trascenderlo en sus varias capas.

 

JE: Cuando hablamos de Ramón López Velarde nos remitimos casi siempre a su trabajo realizado como poeta y dejamos un tanto de lado su labor como periodista. A su llegada a la Ciudad de México, en 1912, López Velarde colaboró intensamente en La Nación, ¿Qué podríamos decir de sus textos sobre política publicados en ese medio? ¿El tipo de temas que abordó nos prefiguran a un personaje distinto al que conocemos y que de alguna manera hemos idealizado?

EL: No fue un hombre de ideas en el sentido filosófico, pero sí, un hombre de ideales y principios. A veces dispuso su pluma para una causa: el maderismo contra viento y marea, aunque los maderistas le pagaron mal. También fue un crítico machacón de personajes menores de la política en los estados del país. Me gustan su periodismo literario y sus crónicas. Sabía leer la ciudad, el ritmo de las multitudes, la fugacidad del día a día con su cauda de minucias y vacuidad. Hay algunas crónicas que desde mi lectura tienen la gracia y la jiribilla de las mejores prosas de El minutero. En otros textos nuestro poeta sale muy mal parado, por ejemplo, era un antifeminista que no concebía siquiera que las mujeres anduvieran en bicicleta mucho menos que tuvieran derecho a votar. Claro, en esa época el 90% de los mexicanos pensaba lo mismo.

No sé cómo la tomará la 4T, desde su ideología cada vez más monolítica. López Velarde fue crítico acérrimo del zapatismo en un momento en el cual Madero —puesto contra las cuerdas por varios pesos pesados— cumplía paulatinamente con la expropiación de haciendas y el reparto de tierras.

 

JE: No hay indicios de que se hubieran conocido el pintor Julio Ruelas y López Velarde, pero sí datos sobre algunas aproximaciones artísticas, como la sugerida por Evodio Escalante en uno de sus artículos, cuando dice que “el último López Velarde, acaso sin saberlo se aproxima a las posiciones del dibujante genial [Ruelas]. Quiero decir que un soplo de decadencia y de nihilismo atraviesa algunas de las últimas composiciones del jerezano”, ¿coincide usted con esto?

EL: Como muchos escritores de provincia, Ramón López Velarde leía con fascinación, aprendizaje y culpa la Revista Moderna. Me imagino las amonestaciones de su padre, en el supuesto de haberlo encontrado con un ejemplar en las manos o debajo del colchón. No es que fuera el Playboy de la época. Cuando llega a la Ciudad de México, en 1912, Julio Ruelas era una leyenda y su obra una referencia obligada. A no dudarla, en la educación sensual y erótica de López Velarde se pueden inferir confluencia con el imaginario del pintor no tan relevantes como las literarias, Charles Baudelaire de manera destacada o su afición por la danza y en particular las coreografías de ciertas bailarinas. Pero también, la erótica velardeana es de una invención muy personal, una trama sensorial de peligros y recatos, de nimiedades y esencias. Una cumbre de estos territorios donde el deseo canta en tono mayor es su poema “Hormigas”. Recuerdo en varios momentos a Daniel Sada decirlo de memoria.

 

JE: Con quien sí hizo amistad fue con otro amigo de Julio Ruelas, me refiero a José Juan Tablada. De esta relación habla usted profusamente y aporta datos poco conocidos…

EL: Y también con Efrén Rebolledo. Pero claro, la fraternidad y la mutua admiración con Tabalada son de otro calado espiritual y artístico. El poeta de Li Po y otros poemas fue, en el sentido literal, el descubridor de López Velarde como también lo fue, por esas mismas fechas, de José Clemente Orozco. José Juan Tablada, en especial en la nota que escribe desde Caracas en 1919, es quien le da “el golpe” a la poesía del zacatecano, lo coloca en una dimensión más vasta y compleja que la asignada por la crítica bisoña bajo el rótulo del cantor de la provincia. Tablada influye en López Velarde y a la inversa. Con todo su escepticismo por las vanguardias, el autor de Zozobra llevó a su poesía de la etapa final —los poemas reunidos en El son del corazón ciertos recursos como la adecuación sintética de los haikus trasvasados a los endecasílabos de “La Suave Patria”, por ejemplo. Tal vez, el mismo Tablada le mostró piezas originales de Ruelas, amén de aumentar la leyenda del pintor con historias de primera mano.

 

JE: En la construcción de este personaje llamado López Velarde, la capacidad de relacionarse -pese a su timidez- con otros de la vida intelectual mexicana fue fundamental. Y dentro de estas relaciones, aparece otro artista plástico, Saturnino Herrán; a esta relación le dedica usted una parte importante de su libro. Háblenos de eso y de la colaboración de Herrán con la ópera prima lopezvelardeana…

EL: Por lo que escribió el poeta sobre Herrán, no hay duda alguna, el pintor aguascalentense fue su gemelo astral. Artistas llegados de “tierra adentro” a la Capital para mostrar sus talentos, los dos huérfanos de padre, con una memoria y una cultura provenientes de la misma región. Saturnino Herrán prefigura, no sólo la pintura mural, sino a uno de sus protagonistas, Diego Rivera, quien sabrá explotar y sobre explotar la veta mexicanista y hasta folclórica de la temática que exploró Herrán con mesura y delicadeza.

            Sí, el mejor ejemplo de la hermandad del poeta es la portada de La sangre devota que exploro y comento en mi libro. ¿Y qué decir del retrato que se descubrió el año pasado donde Herrán dibuja al carboncillo el rostro sonriente de López Velarde? Ese retrato da para un ensayo.

 

JE: Un punto de confluencia -afirma usted en su libro- entre López Velarde y Manuel M. Ponce “fue su antipatía y temor por la escalada de la cultura norteamericana en México”, ¿nos puede hablar sobre eso?

EL: Voz de profeta, veía venir el avasallamiento de los bárbaros del norte. La grandilocuencia, el exhibicionismo, lo baladí de la cultura norteamericana desquiciaban al poeta. La amenaza del colonialismo también la avizoró, antes y después del asesinato de Madero. En varios textos manifestó, con mordacidad, esta fobia contra esa raza que “ríe como los caballos.”

 

JE: A punto de conmemorar el primer centenario de la aparición de Zozobra, ¿qué podemos decir de esta obra? ¿Qué elementos literarios la convierten en el “gran libro de Ramón López Velarde”?

EL: Sí, es el gran libro junto con sus dos obras póstumas. El poeta, sin renunciar a su anima mundi va más allá de lo que hizo extraordinariamente en La sangre devota. La incorporación de uno o varios narradores en ciertos poemas incorpora un dramatis personae de ricos contrastes tonales, psicológico y anímicos. Rompe con la rigidez simétrica de sus versos, en varios momentos, y pone a circular las asonancias y las aliteraciones dotando al poema de una cadencia imprevista e hipnótica. “Hoy como nunca”, “Para el cenzontle impávido”, “Tierra mojada” o “El retorno maléfico”, merecen figurar entre los mejores poemas de la lengua.

Muy especialmente este libro, me sorprende, no le haya interesado a José Lezama Lima. La confluencia gongorina de los dos pudo identificarlos. No he revisado la crítica literaria y el periodismo de César Vallejo pero, hasta donde leído, no hay mención de mérito. Curiosamente poetas españoles como Juan Ramón Jiménez los asocian —me temo que equivocadamente—, con el mote de “poetas nativistas”. La fortuna de Vallejo en España debe mucho al trabajo de divulgación y de crítica de Juan Larrea. El poeta de Jerez no tuvo su Juan Larrea. En cambio, y perdón a los reyistas, el autor de El minutero tuvo en la antipatía de Alfonso Reyes una aduana que seguramente contuvo recomendaciones —ediciones, traducciones, estudios— para que la obra velardeana circulara de la mejor forma en otras latitudes.

 

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JE: Para finalizar, ¿podría mencionar a nuestros lectores qué otra información sobre Ramón López Velarde pueden encontrar en Un acueducto infinitesimal… que a usted mismo le haya sorprendido hallar durante el proceso de investigación?

EL: En primer lugar corroborar la inmensa bibliografía en torno de su vida y su obra. Mi libro es, en principio, un reconocimiento a los grandes estudiosos de López Velarde. En cada generación literaria, críticos y poetas, han ejecutado una revisión de su legado, han actualizado su lectura desde su presente poético. Incluso, “escanearon” y pulsaron su escritura en la exigencia y en el patrón velardeanos. Después de Tablada, vinieron Pellicer y Villaurrutia, luego Paz, Martínez, Arreola y Chumacero, para continuar con Carballo, Lizalde, Zaid, Pacheco, Marco Antonio Campos, Escalante, David Huerta, Sampedro, Vicente Quirarte, Sheridan, Luis Miguel Aguilar, Mendiola, Juan Villoro, José Javier Villarreal, Fernando Fernández, Gonzalo Lizardo y otros más. Por no hablar de investigadores y académicos excepcionales como Allen W. Phillips, Elena Molina Ortega, Luis Noyola Vázquez, Guadalupe Appendini, Luis Mario Schneider, Elisa García Barragán, Ernesto Flores, Martha Canfield, Israel Ramírez entre otros muchos.

            No hay duda, López Velarde forma parte de la cuarteta de escritores mexicanos con mayor número de estudios sobre su obra. Los otros tres son Sor Juana, Octavio Paz y Juan Rulfo. Aunque tristemente, el de Jerez sea el autor con menor estimación fuera de México. ¿Un poeta de consumo interno? En Un acueducto… trato de responder esta pregunta inquietante y descorazonadora. Sobre puntos más específicos, me interesó trazar correspondencias y careos con otros autores, por ejemplo, contrastar los poemas en prosa del zacatecano con los escritos por José Antonio Ramos Sucre, su estricto contemporáneo, o ciertos puntos en común entre Los heraldos negros de Vallejo y La sangre devota. En el apartado biográfico, ratifiqué que el peso de María Nevares, en la mitología femenina del poeta, tiene otras desembocaduras literarias además del poema “No me condenes”. En ese mismo ámbito, Margarita González, “la sobrinita”, no sólo es la musa de “Si soltera agonizas” sino también —esa es mi apuesta— del bello poema en prosa “El bailarín” según las pesquisas que ofrezco.

Y por último, y no menos importante, la hermosa y bien cuidada edición que hizo Calygramma es un homenaje y un obsequio, sí fetichista, a los lectores fieles y febriles de Ramón López Velarde.

 

 

 

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