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miércoles, 24 abril, 2024
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Fundamentos históricos para pedir perdón (desde dentro y desde fuera), para los pueblos originarios de América. El caso de México

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Por: El Amigo Abel •

Una proporción parecida al setenta por ciento de “mitos geniales” que ahora mismo pululan por los parajes del desdén patrio, ya lo eran desde que el despotismo de tlatoanis y tecuhtlis sujetó a tributación y servicios personales a los pueblos del proceso cultural mesoamericano durante el esplendor azteca. De esto no se salvaban ni los mismos macehuales, por muy tenochcas que fueran, aunque todavía en vísperas de la conquista disfrutaran de alguna libertad ciudadana y ejercieran un nivel local de atribuciones judiciales, militares y políticas, reliquias, digamos, democráticas, de los tiempos en que se fundaron los calpullis: asambleas originalmente unidas por lazos de sangre para recolectar, cazar y, en algunas regiones, sembrar de manera transitoria, para tributar a sus castas militar y sacerdotal, obligaciones a las que se agregaría el sentido de pertenencia territorial definitiva cuando ya fueron productores sedentarios en la alta cuenca. Los calpullis eran, también, las instancias comunales de decisión (supra familiares e infra estatales) entre los pueblos y el poder central de los Tlatoanis.

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En ese imperio en expansión se tributaba con todo lo cosechado, transformado, cazado y pescado en los dominios conquistados e, incluso, con los mismos seres humanos a título de esclavos. No es éste el espacio para abordar la dimensión sagrada con que se revestía al estamento tlatlacotin, pero la primera razón para instituir esta gabela fue la de completar las cuotas de corazones para ofrendar a sus dioses sanguinarios cuando el stock de vísceras era deficitario para los requerimientos del calendario sacrificial. El resentimiento contra el despotismo de los pipiltín (nobleza azteca) era, pues, de índole y procedencia múltiples.

Cierto, la opresión y explotación no llegaron con la conquista española, pero con ella y la institucionalidad derivada de ella, la suerte de aquellos condenados de la tierra se agravó hasta límites cercanos a la extinción. Declive que se produjo menos por los eventos de armas que por los niveles altísimos de explotación y bajísimos de nutrición en las encomiendas y repartimientos de indios. Esta conjunción funesta dinamitó en poco tiempo los organismos aborígenes incapaces de resistir, además de lo anterior, los virus de procedencia exógena. En sólo 75 años del siglo XVI, el número de indígenas pasó, en la Nueva España, de entre doce y quince millones (según el erudito alemán Karl Sapper) a menos de dos al iniciar el siglo XVII. Es decir, en esas décadas, habrían sido liquidadas seis séptimas partes de la población anterior. La leyenda negra tan edulcorada por sus detractores (“Culpas fueron de los tiempos, no de las españas”), no fue sólo una fantasía rabiosa del entrañable rayo dominico Bartolomé de las Casas en su Brevísima Relación de la Destrucción de Las Indias, ni, en sentido inverso, el encuentro modosito entre dos culturas, como fantaseó, él sí, el maestro León Portilla. Y los padres de la globalización depredadora tampoco fueron, hace rato, Ronald Reagan y la Tatcher. La criatura fue renacentista y nació cuando los países más desarrollados de la Europa central se andaban repartiendo el mundo conocido (Asia y África), y luego también el desconocido (no olvidar que antes de su invención por los europeos América tenía cientos de nombres) para aprovisionarse de materias primas y mano de obra esclava. Para ello invocaron (triquiñuelas de salvación y civilización al margen) un abusivo par de legitimidades. Primera: lo necesitaban. Segunda: lo podían hacer. Y puesto que lo necesitaban y lo podían hacer, simplemente lo hicieron.

Desarticulado el orbe comunero, extinguidos sus derechos y potestades, los naturales de las tierras conquistadas cayeron bajo un régimen de “rusticidad” o diminutio capitis perpetua (según establecía el viejo derecho romano como resonancia del aristotélico “esclavos por naturaleza”) que los incapacitó para ejercer por sí mismos sus derechos. Tal naturaleza procedía de las letras de un Pontífice promiscuo (Bula Inter Caetera), de las “mercedes” de un monarca lejano (Notificación y Requerimiento…) y de la codicia de unos caballeros cargados de capitulaciones e impunidad para remozar, desde Las Indias, el extenuado erario hispano después de su “reconquista”.

No sólo se les herró como señal pecuaria de pertenencia. Tampoco podían ser dueños de tierras, herramientas de trabajo, ganado, cabalgadura, armas, vestirse como español ni pernoctar en sus espacios urbanos, oficiar sus ritualidades, salir de la encomienda y, menos, aspirar a un ordinario maridaje interracial. Lo que más importaba del “indito” era su “tributito”, no la salvación de un alma cuya existencia mucha “gente de razón” (para serlo bastaba ser peninsular) seguía negando o poniendo en duda. La forja de una legislación proteccionista del indígena sólo enmascaró (“Acátese, pero no se cumpla”) la discriminación, el abuso personal y el despojo de sus antiguos fundos comunales.

A finales del siglo XVIII ya no era válido atenerse al concepto étnico de “indígena” como sinónimo único de “peón”, pero aquel desdén genéticamente modificado sigue obrando entre nosotros. Conseguida la independencia, su situación cambió casi nomás para empeorar. La derrota de las rebeliones populares de Hidalgo y Morelos, y la supeditación de Vicente Guerrero al paradigma iturbidista (monarquismo, intolerancia religiosa, desplante criollo y concentración agraria), prolongaron buena parte de las estructuras y modos coloniales con pocas de sus ventajas, así hayan sido más aparentes que eficientes, como el Juzgado General de Indios, suprimido en Cádiz desde 1812. La tesis jurídica que les concedió el estatuto de ciudadanía a partir de 1824 y la ilusión mendaz de igualdad y libertad concedidas a los más desiguales entre los desiguales, se replicaba bastante bien con la república de ficción que fuimos hasta 1857 y más acá.

La aplicación de las Leyes de Reforma tras la aventura franco-austriaca (1867), en especial la desamortizadora Ley Lerdo de 1856, inició la embestida “modernizadora” contra la propiedad corporativa (merecidamente los bienes “de manos muertas” de las corporaciones eclesiásticas) para adaptarla a la “fluidez” del naciente mercado capitalista. Pero, con el argumento de que los bienes comunales de los pueblos eran también corporativos (se les clasificó como “Corporaciones civiles), los regímenes de la República Restaurada (Juárez y Lerdo) se fueran a la yugular de la aún significativa propiedad comunal indígena que de “muerta” no tenía nada. Lustros después, durante el porfiriato, se dio el tiro de gracia a la comunidad con la integración del país a un nuevo ciclo globalizador (inversión extranjera, saqueo de materias primas, depreciación de la fuerza de trabajo, transnacionalización del capital con la conversión de la libre concurrencia en práctica monopólica) que ni la “primera revolución social del siglo XX” pudo erosionar. El grito zapatista en sus vertientes restitutoria (Art. 6 del Plan de Ayala) y fraccionadora del latifundio (Art.7 del mismo), quedó en buena medida plasmado en el Artículo 27 de la nueva constitución. Cierto. Pero apenas cristalizado como mandamiento ya empezaba a ser olvidado como cumplimiento en el imaginario de los caudillos triunfantes. La década en que éstos se destrozaron unos a otros disputándose el poder del nuevo Estado mediante rebeliones y carnicerías (Agua Prieta, Delahuertismo, Huitzilac, etc.) opacó, con sus estridencias, las esperanzas de justicia social hasta bien entrada la tercera década. Por eso el cardenismo (1934-40), con su programa de reformas sociales, nacionalizaciones, apoyo al mercado interno y política de masas, operó como el gran reconciliador de un matrimonio que estaba a punto de tronar entre un pueblo que hizo la revolución y los gobiernos de ella derivados que con la perfidia de su proceder deshonraban sus votos de lealtad revolucionaria. Es cierto, Cárdenas metió a fondo el acelerador de las reformas, pero le faltó integrar, como un cuarto nivel en la estructura constitucional del país, a la organización comunera de los pueblos originarios. Enseguida Ávila Camacho empezó a sacar ese acelerador y Alemán Valdez lo volvió a meter, pero después de meter reversa a la caja de velocidades. Desde entonces, poco o nada se ha hecho por respetar la cosmovisión integral de los pueblos indígenas, más allá de desplantes demagógicos hasta nuestros días. Y pensar que el gobierno mexicano todavía tuvo la impudicia de exigir disculpas a los zapatistas del sureste mexicano por haberse levantado en armas en 1994…

De manera que, en efecto, hay motivos suficientes para que proceden esas disculpas solicitadas por Andrés Manuel López Obrador para los pueblos originarios. Pero, más allá de la ventolera que levantó el reclamo en la trasnochada mentalidad señorial de las derechas mexicana y española, uno se pone a maliciar que, si sólo se tratara de disculpas por esa larga injuria, la deuda histórica con esos pueblos quedaba zanjada a toda madre. ■

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