Pero, para vincular la fábula también con un tema que ha sido recurrente en estas líneas: el del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) como el destructor del campo mexicano, o sea, de los campesinos y sus familias que dejaron de cultivar maíz y frijol por su inferioridad competitiva ante las importaciones de los alimentos básicos, además porque a raíz del tratado se degradaron las tierras y aguas con la imposición de monocultivos y fertilizantes químicos a fin de competir con las importaciones agrícolas de Estados Unidos, pero, sobre todo, a causa de la expansión imparable de infraestructuras urbanísticas y de la industria extractiva que han expulsado poblaciones campesinas de sus propiedades ancestrales, se puede decir que el TLCAN está cumpliendo con la destrucción de las reservas productivas soberanas de nuestro México: su población y recursos naturales.
La consecuencia de este proceso de casi 40 años es la miseria total o parcial de más de la mitad de los habitantes de nuestro país, nacionales, migrantes del sur y expulsados del norte. Pero la miseria es, para nuestros gobernantes, un concepto abstracto acompañado de números o un tema retórico de campaña electoral o, cuando lo abstracto de la pobreza se hace visible e incluso palpable y cada vez más próxima e inevitable, si bien algunos se sienten incómodos, otros irritados y los más, atemorizados, ninguno o pocos de ellos cambiaría su posición privilegiada o la arriesgaría optando por un futuro político que ayudara a remediar esta ignominiosa realidad.
La prueba está en la iniciativa jalada de los vellos del diablo, de acusar y hacer multar a un sacerdote, comprometido con quienes más necesitan tener voceros y defensores, por sedicentes actos anticipados de campaña (recontra sic, como diría el admirado columnista Alfredo Jalife), ¿cuántos millones seremos los multados por gritar a voz en cuello que queremos un cambio de gobernantes?
Queremos unos que aprovechen la coyuntura Trump-TLCAN para restablecer la soberanía alimentaria, educativa, territorial y política de México, unos que devuelvan el orgullo de ser mexicano a cada nacional de cualquier edad. Gobernantes que en vez de negociar el apartado agrario de dicho tratado a través de empresarios, consulten y lleven a la mesa de discusión a quienes fueron más afectados: los productores directos. Que tengan el valor del Ejército Mexicano en 1862 y 63 o en 1914, en vez de arrodillarse y lagrimear frente a sus socios extranjeros para defender un neoliberalismo que nos tiene putrefactos, pobres, violentos y desesperados.
Queremos gobernantes que conozcan el significado negativo y positivo de palabras como corrupción, fraudes, injusticias, equidad, derechos, legalidad… y siga el lector la lista en dos columnas de antónimos, según sea su experiencia de lo que hoy por hoy es y lo que él quisiera que sea nuestro país.
Cada día trae su mal y sus alegrías, decía mi padre sabiamente. Pero él apenas alcanzó a ver cómo la balanza se empezaba a inclinar, en 2011, del lado del mal, tal vez fue mejor para él que deseaba rebasar los 100 años para presenciar la realización del país, cuya historia conoció a fondo y por el que vivió. Mejor así, porque el mal absoluto se ha asentado en las noticias al grado de que el verdadero peligro está en que éstas apaguen las conciencias y la voluntad suficiente para sobrevivir.