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jueves, 18 abril, 2024
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Libertad

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Por: Humberto Mayorga •

La Gualdra 300

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La habitación conserva su olor: el encanto del mundo. Tres años han pasado desde entonces, o trescientos, no lo sé, la imagen aparece ante mí. Recorre la habitación de un lado para el otro, se detiene frente a la ventana. Espera el recorrido de una araña que se ubica justo en la esquina de la pared. Sube a una silla, apenas si puede abrir las cortinas deshilachadas de mi cuarto. Con rápido movimiento lo consigue, es el mejor logro hasta el momento, observa. Impresiona a los vecinos que pasan por enfrente y lo señalan. Les agrada. Sí. Es obvio, no me extraña, tiene lo suyo, sobre todo esa mirada azulada. Nadie puede dejar de verlo. Sus enormes ojos dirigen la mirada hacia los perros. Todos juguetean con los niños, luego se desanima, lloriquea como niño: Ojos irritados me observan. Regresa a la habitación y baja corriendo las escaleras. Sube, baja, sube y baja. Ni un objeto tira con los movimientos. Llega a la sala, va de un lado a otro, se sienta en su sofá predilecto. Lo veo triste, de pronto eufórico. Nunca lo vi así. Grita, abre las persianas a su modo. Intenta abrir la puerta. Urge atenderlo, al parecer está confundido o no sé, ya no me estima igual. Me busca, lo veo: me preocupas, le digo, hace un mes que te noto así, nada te satisface. Empiezo a creer que te aburrí, nada te falta, todo tienes al alcance, le hablo despacio. Rompe la hoja número trescientos: las he contado desde que llegó. Baja la cabeza. Olfatea el espacio. Me pregunto cuáles son los motivos que lo llevan a ser rebelde. Susurro. Te has vuelto un guerrillero, sostengo la mirada a la suya, no se apena, no le importa. Sale al jardín y tira una botella de ron. Doy un paso hacia atrás. Me niego a creer que tenga una enfermedad de moda. Empiezo a recordar: nunca le vi síntomas de paranoia, esquizofrenia o depresión. No, él no puede deprimirse. Recuerdo el primer día que decidí compartir mi espacio. Vi su temor… estaba inseguro, luego, llegué a lamentar tanta frase melosa. Impedía que le diera hasta el viento, sus arrumacos constantes me reconfortaban. Durante las mañanas me despertaba con los ruiditos de sus uñas o su tierno calor. Ahora que lo veo ahí, vuelto un desorden, meditabundo, no sé qué hacer para consolarlo. Pasan los días y cada vez come menos. Ya probé casi todas las posibilidades y no surte efecto, lo más seguro es que Trescientos, mi gato, necesite novia. Es tiempo de que se vaya.

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