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jueves, 28 marzo, 2024
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Engracia

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Por: Humberto Mayorga •

[…] ella no se imaginaba a la muerte sino de un modo tranquilo: tal como un río que va creciendo paso a paso, y va empujando las aguas viejas y las cubre lentamente; más sin precipitarse como lo haría un arroyo nuevo.

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“La vida es muy seria en sus cosas”, Juan Rulfo, toda la obra

 

Nunca se oyeron ladrar los perros, pobrecillo del difunto, a lo mejor sí se lo merecía. Cuando su padre lo mató, el pueblo estaba apaciguado prendiendo las veladoras a sus santitos. Apenas se oían algunos grillos y las ranas que cantaban cercas del río. Los ruidos de la cascabel ya se habían largado a dar lata por otra parte. Eran las siete de la tarde, las nubes se acomodaron entre los cerros que antes daban árboles grandes y verdosos. Ya no hay nada de eso. Mariano estaba sentado abajo de un pino, su sombrero de palma le hacía una sombra que no lo dejaba verse. Algunos campesinos se recogían a sus casas después de haber hechos los surcos. Ni cuenta se dieron del bulto. Su padre siempre fue buen cristiano, trabajador, buen esposo, al menos eso nos hizo pensar. Todos los domingos se confesaba. Diario cargaba con su rifle y el machete, regresaba montado en su mula con un tercio de leña. Trajinaba en su barbecho acariciando la milpa y quitando la yerba mala. Buena gente.

Engracia era la chiquilla más bonita del pueblo. Se encargaba de llevarles qué comer a los dos. Nacidos en la ladera, nunca les faltaron las gordas tiznadas por los brasas ni el agua bien fresquecita que antes manaba del cerro. Estaba rechula la condenada, los chapetes colorados ya eran codiciados por los hombres de la región. La baba se le iba al suelo nomás de pensarla cerquitas de su cuerpo. Lenguas de doble filo dicen que fue su culpa. Le gustaba contonearse enfrente de quien se le quedara viendo. Asomaba sus pechos firmes bañados de agua tibiada por el sol. Eso nomás cuando salía de bañarse a escondidas de los mirones. El caso es que la hallaron cercas del río con la boca abierta y los brazos extendidos como formando una cruz. La amancillaron a la mala. El viejo la divisó a lo lejos, tirada, hecha trizas. Estaba seguro de quién había sido el fulano que la dejo así, toda arañada y con la sonrisa torcida. Conoció los pasos del tipo. Lo siguió hasta dar con él. El árbol que antes les sirvió de columpio le daba sombra mientras descansaba con desparpajo. Fue el difunto Mariano. Los que bien lo saben, dicen que nomás retumbó entre los cerros su aullido. Ni una lagartija hubiera corrido en su auxilio. Pobre desgraciado.

El Don llegó al pasito, al pasito, con la habilidad de la serpiente atrás de su presa. Le dio de piedrazos hasta que de un machetazo lo despescuezó. Puros cachitos quedaron pa’ los animales que cuidaban de las labores en el campo. Se la pasaban ladrando, ese día no. Pobre de la Engracia, ella quería bien a su hermano.

 

 

 

 

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