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viernes, 19 abril, 2024
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Memoria de un día de mayo

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Por: ÁNGEL SOLANO •

La Gualdra 289 / Bitácora de viaje

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Es viernes por la mañana, el tren número 2709 sale de Gare de l’Est con destino a Charleville-Mézières, viajamos a 320 kilómetros por hora, es mayo y los campos son amarillos. Mi asiento con el número 71 es confortable, tiene una mesita y lámpara a mi costado izquierdo. Me vestí con lo mejor que he traído con mi gabardina azul, mi ropa negra y mis botas rotas por tanto caminar, días antes, en la ciudad de París. Leo nuevamente fragmentos de Una temporada en el infierno y trato de asimilar lo que estoy viviendo. En el trayecto, el tren se detiene por una falla mecánica; son las 8:45 de la mañana y mi mente trata de recrear el tiempo en que Arthur cruzaba los caminos para llegar a París. Tres estaciones nos separan de mi encuentro con lo inimaginable, Reimes, Rethel y finalmente Charleville-Mézières. Pensaba que escribiría cada segundo en mi bitácora de viaje, sin embargo, son breves las líneas que he logrado colocar, sólo datos que me ayuden a recordar y una especie de sentencia… busco tus pasos como promesa de fe.

La sensación al llegar a la estación de Charleville es indescriptible, la luz es intensa y el cielo de un azul profundo. Son casi las diez de la mañana y he llegado a la tierra natal del poeta Arthur Rimbaud. Como referente, tengo en mente la crónica de Patti Smith, leída en su libro Just Kids, y como guía llevo bajo el brazo, el mismo libro que ella leyó allá por los años 70, la biografía que Enid Starkie escribió sobre el poeta. Al salir de la estación las primeras imágenes que se me revelan son el kiosco de los jardines de Place de la Gare que se encuentran justo enfrente y la escultura que los seguidores de Rimbaud edificaron como homenaje en 1901 a diez años de su muerte. De forma inconciente comencé a caminar, dejé que mi instinto me guiara, en el fondo sabía por cuáles calles transitar.

Llegué por fin al número 12 de Rue Pierre Bérégovoy donde en una placa del primer piso se ponía de manifiesto que Rimbaud nació en ese lugar el 20 de octubre de 1854. La arquitectura y el ambiente de Charleville transportaban de inmediato a épocas lejanas, parecía que el tiempo espera concretar algo que aún no se ha concluido. Cinco calles después de atravesar la Place Ducal, que se encontraba invadida por una feria de carnes frías y embutidos, me encontré frente al imponente Vieux Moulin, ahora el Musée Rimbaud recientemente restaurado.

El recorrido inició en la parte alta, en lo que fue el granero, una habitación por momentos azul, donde se escuchaban fragmentos de su poesía, en diversos idiomas, mientras la humedad y las maderas reacomodadas eran el cobijo para la soledad que se percibía. Una energía extraña se podía sentir en ese espacio, susurros que el viento acomodaba por las ventilas de ese antiguo molino y que por momentos manifestaban risas infantiles o gritos desesperados. Tener tan de cerca los objetos-reliquias pertenecientes al poeta, reafirmaban el sentido espiritual de mi viaje y de mi existencia. Encontré respuestas en medio de libros, un ejemplar de la primera edición de Une saison en enfer publicada en 1873, fotografías tomadas por el propio Arthur en Harar y manuscritos como la carta que escribió a Georges Izambard el 2 de noviembre de 1870, a la edad de dieciséis años, después de escapar por primera ocasión a París.

Advertí pensamientos aglomerándose dentro de mi mente e imágenes pertenecientes a diversas etapas de mi vida, el cuerpo de mi abuela ataviado con ropajes que simulaban el atuendo de la Virgen de Guadalupe, telas de satén o algo que parecía serlo, envolviendo su cadáver en colores azules-verdes, la muerte de mi tía por un tumor cerebral, la enfermedad de mi madre, el abandono de mi padre y mi decisión de ser pintor. Era como si los objetos vibraran con las partes más profundas de mi consciencia y el espíritu del poeta se comunicara con el mío. Contuve mi deseo de llorar ante la gran cantidad de información que mis ojos estaban recibiendo. Cada sala remitía a un pasaje de su vida, desde sus escapatorias en Charleville, sus estancias en París y su viaje a Etiopía sintetizado por una colección de objetos que fueron hallados en la maleta con la que viajó de nuevo a Francia.

Minutos antes del mediodía mi recorrido por el museo terminó, pretendía visitar la Maison des Ailleurs en el número 7 de Quai Arthur Rimbaud, que se localiza a un costado del molino, sin percatarme que en la provincia francesa existe la costumbre de tomar dos horas del día para comer o descansar según sea el caso, de tal manera que los locales y por ende los museos cerraron de doce a dos y las calles que rodean a la Plaza Ducal se llenaron de mesas, sillas y comensales que, aprovechando los días de sol, consumían sus alimentos a la intemperie. El tiempo era propicio para caminar por Charleville y llegar a uno de los lugares más importantes de mi viaje, el cementerio. Las calles que recorrí se encontraban desiertas y el sol calentaba de forma agradable, mientras la intensa luz de Francia enmarcaba el recorrido. Un calor extraño se percibía al ingreso del cementerio, un buzón colocado del lado derecho, para que las letras depositadas lleguen a otros planos como mensaje al poeta, me proporcionaba el primer augurio de buenas noticias. Al frente la tumba, que tanto estudié en libros y fotografías se manifestaba orgullosa ante mis ojos en medio de ruinas y huellas de abandono, quizá porque los familiares que esas personas ya no están entre nosotros o porque el olvido es un monstruo que se come todos los corazones.

Por fin me encontraba ante el símbolo de mi fe, la sepultura adornada con un monumento de mármol blanco, que la madre de Arthur mandara construir nueve años después de su muerte y donde se encuentran también los restos de su hija Vitalie. Dí mis oraciones y entregué mi ofrenda, la cual colgué en la lápida de Arthur como símbolo de gratitud, un escapulario de Jesús Malverde, santo conocido en México como patrono de los narcos y quien es un acompañante cotidiano en mis días. Hice un frottage de la lápida con la intención de traer una parte del poeta a mi vida y por fin lloré. Había cumplido mi promesa de llegar a esa tierra lejana, para manifestar la gratitud por salvarme con sus letras cuando lo perdí todo. El silencio se apoderaba del cementerio y el ruido de mi mente y mi corazón, deseaba permanecer allí vigilando el sueño del poeta como si fuera mi padre o mi hermano o mi amante.

Regresé al viejo molino, aún sobraba tiempo así que caminé unas calles adelante para visitar la Bibliothèque municipale que fue el antiguo colegio de Rimbaud, se encontraba cerrada, como todo en la villa, sólo la placa colocada en su exterior daba fe de aquel suceso. Esperé en una banca al costado del Río Mosa, en los jardines contiguos hasta que dieron las dos de la tarde. Continué mi peregrinar, por fin estaba en las habitaciones de la Maison des Ailleurs, la cual también fue ocupada por el poeta y su familia. Conservada de la forma más fiel a su antigua historia, los espacios hacían recuento de los viajes, los lugares y las etapas en la vida de Arthur, intervenidos por elementos visuales como mapas, videos, fotografías e instalaciones sonoras de diversos artistas, el recorrido concluía en la habitación destinada a Marsella, con la muerte del poeta, imágenes de peces y un hombre vomitando evocaban el poema El barco ebrio. Mi visita a tierra santa, terminaba. Recorrí por última vez las calles principales de Charleville para llegar a la estación y tomar mi tren. En el trayecto la vida se apoderaba de los espacios públicos, la gente caminaba en grupos amplios y alimentaba filas en una tienda de saldos. A las cuatro de la tarde me alejaba, a gran velocidad, para estar nuevamente en la ciudad de París, ahora los campos ya no eran sólo amarillos, algunos se pintaban de blancos y negros gracias a los centenares de vacas que se alimentaban en esa tarde de mayo.

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