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miércoles, 24 abril, 2024
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Patrimonialismo o el virreinato en plena actualidad

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Por: RAYMUNDO CÁRDENAS VARGAS •

Una práctica muy extendida en la función pública es la patrimonialización de los bienes comunes. Recordamos cómo algunos  puestos de la administración pública en la etapa colonial de nuestra historia se vendían y remataban a los hombres de la nobleza, y por ello, los usaban como una prolongación de sus bienes, aun cuando los nombramientos fueran temporales. El servicio público era visto como una inversión en donde sacarían frutos importantes. Así, las fortunas antes y después de dichos nombramientos eran muy distintas. Los propios nobles, en sus respectivas jurisdicciones, tenían las bolsas personales y las destinadas a servicios al reino, indistintas: todo era una sola y la misma bolsa de fondos. Porque el dueño del condado era el Conde y el dueño de la marca era el Marqués. Y eran distribuidos a través de instituciones tan antiguas como los señoríos y homenajes: los nobles se declaraban hombres leales del rey, y este último otorgaba posesiones a aquel. Los nobles poseían territorios porque se convertían en hombres propiedad del rey. Lealtad a cambio de señoríos. Instituciones que duraron siglos.

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Pues bien, ¿algo de esto encontramos en las instituciones actuales? El gobernador reparte direcciones o jefaturas que parecen señoríos, y piden lealtad a su persona más que a la ley o a las propias instituciones. Son su gente. Escuelas o municipios que son tratados como señoríos: los directores o alcaldes manejan el patrimonio público como propio. Dejan de distinguir entre las bolsas públicas de las privadas; en demérito, claro, de las primeras. Deciden lo que pasa en una escuela como si se tratara de su casa particular. No hay reglas comunes a todos, incluyendo a los directivos, sino el arbitrio de la voluntad personal del director. “Estado de Derecho” es una forma de conducir a los gobiernos y a cada una de las instituciones: regulación de los comportamientos por una serie de acuerdos públicamente consensados y legitimados. Y por ello, la autoridad se ejerce de acuerdo con reglas públicamente convenidas. El trato cotidiano del ejercicio de autoridad se legitima al adecuarse a esos parámetros públicamente construidos. La voluntad y gustos particulares de los individuos que ejercen la autoridad se distinguen de las conductas que marcan sus roles manifiestos en los mecanismos que expresan la voluntad general. Así, no distinguir los ámbitos públicos y privados puede llevar a vicios que nos regresan al patrimonialismo virreinal (o medieval).

El vicio del patrimonialismo no se ha podido desterrar. Los cobros de las cuotas, las cuentas donde se depositan, lo que se hace con los recursos de las cuotas y las decisiones que recorren todo el proceso, puede ser dominado por conductas patrimonialistas. Debe haber reglas que normen cómo se hace todo el procedimiento. Una persona no debe conducir una institución como si fuera de su propiedad, y hacerlo con la certeza de que será respaldado por sus mayores jerárquicos porque, a su vez, les paga con lealtad política o personal. Mientras no destruyamos esa lacra, las instituciones navegarán en la mediocridad de la arbitrariedad de particulares.

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