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jueves, 18 abril, 2024
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Contra superstición, esperanza

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Por: GUSTAVO ESTEVA •

Llamamos democracia a uno de los regímenes más despóticos de la historia. Ha llegado el tiempo de reconocerla por lo que es y desecharla, haciendo evidente que es tan sólo una superstición maligna creada por un dispositivo de control.

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Las elecciones o la democracia misma no son un culto autónomo, sino un capítulo de otra religión más amplia, la que Walter Benjamin consideró la más feroz e implacable de las que han existido hasta ahora, porque no conoce redención ni tregua: el capitalismo. No sólo tiene origen religioso. Es en sí mismo una religión, que satisface las necesidades, tormentos e inquietudes que atendían las llamadas religiones.

Fe no es ver algo o creer en algo, decía Machado; es creer que se ve. Y el significado original de creer es entregar el corazón (credere – de cor, corazón, y dare, dar, entregar). Para Agamben, el capitalismo es una religión basada enteramente en la fe, que cree en el hecho puro de creer, en el puro crédito, es decir, en el dinero. “Es una religión en la cual la fe –el crédito- ha sustituido a Dios… Como la forma pura del crédito es el dinero, es una religión cuyo dios es el dinero”. (Pistis, por cierto, que quiere decir crédito –Trapeza tes pisteos es banco de crédito hasta hoy- es el término griego que Jesús y los apóstoles utilizaban para decir “fe”).

En una sociedad regida por el capitalismo financiero, la vida gira en torno al dinero, es decir, en torno al crédito que se deposita en billetes o títulos que los bancos centrales respaldan. La banca es el templo de esos movimientos, que juegan con la fe y las esperanzas de la gente. Al gobernar el crédito, dice Agamben, “gobierna no sólo el mundo, sino también el futuro de los hombres, un futuro que la crisis acorta cada vez más y tiene plazo de vencimiento. Y si la política no parece ya posible, es porque el poder financiero ha secuestrado de hecho toda la fe y todo el futuro, todo el tiempo y todas las esperanzas”.

La religión capitalista asume la estructura vertical y autoritaria de casi todas las religiones, necesaria para administrar los dogmas. Sin embargo, para que opere de manera fluida necesita una fachada democrática, generando la ilusión de que la propia gente está a cargo del gobierno. En la democracia moderna, el supuesto poder del pueblo se ejerce por medio de un sistema de representación, bajo la convicción, establecida por Hegel en 1820, de que la gente no puede gobernarse a sí misma. La más importante de todas las instituciones democráticas, sin la cual no puede haber democracia, es una fe compartida: la mayoría de los ciudadanos debe creer en el procedimiento electoral y, sobre todo, debe creer que los funcionarios electos se ocupan realmente de sus intereses, los representan.

Critica como escepticismo.

Esta fe nunca fue muy fuerte en México. Hace un siglo tuvo éxito una revolución que buscaba el sufragio efectivo, pero la mayoría de los mexicanos ha experimentado lo contrario a las propuestas ingenuas del Plan de San Luis. Sabemos  que el sufragio no es lo que pretende ser y que las autoridades no nos representan. Muy pocos confían seriamente en el procedimiento electoral; es conciencia pública general que está expuesto a toda suerte de manipulaciones y vicios. Es aún menor el número de quienes creen que los elegidos cumplen sus promesas electorales y respetan la voluntad ciudadana. Por todo esto se considera que la democracia mexicana es muy débil: no hay suficiente fe democrática.

Por esta condición nuestra nos adelantamos al desencanto que la democracia produce ahora en el mundo entero. En 1994, el ¡Basta! de los zapatistas hizo evidente que los poderes constituidos no representan al pueblo e ignoran su voluntad. Subordinados al capital, al servicio del 1% (como dijeron los de Occupy Wall Street en 2011), no sólo acentúan y administran el despojo y explotación de las mayorías sino que contribuyen a poner en peligro la supervivencia misma de la raza humana. El llamado de alerta de los zapatistas se hizo general. “¡Que se vayan todos!”, dijeron en Argentina en 2001. “Mis sueños no caben en tus urnas”, señalaron los indignados en España en 2011. “Nos iremos cuando ellos se vayan”, afirmaron en Grecia ese mismo año. Occupy Wall Street tuvo un efecto ¡ajá! liberador: permitió a millones de norteamericanos decir en voz alta lo que siempre habían sospechado pero no se atrevían a compartir, porque parecía un desafío disparatado a la verdad dominante en la cuna de la democracia moderna. Nadie va a la iglesia a discutir la existencia de Dios. No era sensato criticar la democracia en Estados Unidos. Pero ya se hizo evidente el carácter de sus instituciones. Lo anticipó Iván Illich hace casi medio siglo: “De la misma manera que Giap supo utilizar la máquina de guerra norteamericana para ganar su guerra (en Vietnam), así las empresas multinacionales y las empresas transnacionales pueden servirse del derecho y del sistema democrático para sentar su imperio. La democracia norteamericana pudo sobrevivir a la victoria de Giap; no podrá sobrevivir a la de la I.T.T. y similares.”

            El ritual genera la fe, no a la inversa, y el fracaso del ritual no debilita la fe. La experiencia no cuestiona la creencia. Si se realiza devotamente el ritual para que se produzca lluvia y la sequía continúa, se buscarán razones y motivos para explicar la disonancia pero no se abandonará el ritual. Cuando se tiene fe hay una profunda disociación entre el ritual que la genera y la experiencia de su resultado. Se le seguirán atribuyendo sus cualidades mágicas aunque fracase una y otra vez. Es una definición de insania esperar que se produzca un resultado diferente si se realiza la misma acción. Pero este principio no parece aplicarse a la práctica ritual. Se repetirá una y otra vez, aunque fracase siempre, y se renovará cada vez la ilusión de que producirá un resultado diferente.

Cuando en México se discuten las elecciones no hay debate o controversia, un intercambio de argumentos razonados. Se admite que el procedimiento está lleno de vicios…pero se afirma que no hay de otra, que es la única alternativa a la “vía armada”. Se cierran así los ojos al hecho de que las elecciones sólo definen quién tendrá el dedo en el gatillo. La democracia tiene como fundamento las armas, el monopolio de la violencia legítima que se atribuye al Estado…¡aunque en la actualidad haya perdido tanto el monopolio como la legitimidad!

La fe democrática se plasma en un culto permanente por ciertas formas de carácter mítico. El ritual consiste en la construcción estadística de mayorías formadas por conjuntos ficticios de individuos supuestamente capaces de razonar su acción de votar y el resultado. La práctica del ritual se hace siempre con la ilusión, siempre frustrada, de que esta vez el procedimiento operará en forma apropiada. Pero aunque el creyente no crea en el procedimiento mismo, en sus operadores, en los partidos o en los candidatos, practicará el ritual, votará.

Forma parte de la creencia democrática la ilusión de que la representación tiene fundamento legal, que los elegidos tienen obligaciones legalmente exigibles con los electores. Representantes y gobernantes, sin embargo, están legalmente obligados con “la nación”, no con  los ciudadanos o los electores, y la “nación” es legalmente inasible. En rigor, somos legalmente súbditos de quienes supuestamente son nuestros empleados.

Ningún hecho, experiencia o argumento conmueve o sacude la creencia dominante. El culto democrático parece absorber toda capacidad de razonar y los devotos reaccionan, ante cualquier cuestionamiento, con la repetición insistente de las plegarias que forman su fe.

Las formas democráticas modernas fueron un triunfo popular: reivindicaron para el pueblo la soberanía y el poder que se atribuían a los reyes. Pero así se forjó una nueva mitología política: atribuir a las mayorías electorales la capacidad de orientar la acción política y determinar su resultado. Pero tanto el cinismo, la corrupción y el desarreglo a que han llegado gobiernos y partidos como la inyección de miedo, miseria y frustración que aplican a sus súbditos han roto el mito. Ya no es posible sostenerlo seriamente.

Para muchas personas la democracia nunca ha ejercido particular atracción. No han experimentado los beneficios que se le atribuyen y se niegan a sustituir la capacidad de gobernarse en barrios y pueblos por la ilusión vana de controlar a un poder opresor mediante la agregación estadística de votos. Para ellas, democracia significa capacidad propia de gobierno y esta percepción no es una versión simplista del discurso sobre la democracia sino que capta su esencia. Para quienes forman el «pueblo», democracia es asunto de sentido común: que la gente común gobierne su propia vida. No se refiere a una clase de gobierno, sino a un fin del gobierno. No trata de un conjunto de instituciones, sino de un proyecto histórico. No se plantea «un» gobierno específico, con una forma determinada, sino los asuntos de gobierno. No se alude a las democracias existentes o en proceso de construcción sino a la cosa misma, a la capacidad propia de gobernarse.

Esta noción de democracia no es el «gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo» ni equivale a la llamada «democracia directa». Trata de otra cosa. La expresión «democracia radical» recoge bien el sentido de esa búsqueda. Significa democracia en su forma esencial, en su raíz; significa, con bastante precisión, la cosa misma. “Democracia es la radical… el término raíz del que se ha ramificado todo el vocabulario político… Concibe a la gente reunida en el espacio público, sin tener sobre sí el gran Leviatán paternal ni la gran sociedad maternal; sólo el cielo abierto -la gente que hace de nuevo suyo el poder del Leviatán, libre para hablar, para escoger, para actuar(Lummis).

Siempre presente en la teoría política y el debate democrático, es una noción que está a la vez peculiarmente ausente: se flirtea con ella y se le esquiva, como si nadie se animara a abordarla a fondo y de principio a fin; como si fuera demasiado radical o ilusoria: lo que todo mundo busca pero nadie puede alcanzar.

La teoría democrática convencional traiciona y distorsiona la raíz de la democracia como capacidad propia de gobierno. La describe como una forma de gobierno en que el poder del pueblo se transfiere continuamente a instituciones  que quedan en manos de una pequeña minoría. La democracia radical rechaza ese deslizamiento. No es un regreso a un estadio anterior. Arraigada en una variedad de tradiciones, expresa la lucha de pueblos que han vivido bajo diversos gobiernos, más o menos despóticos o democráticos, que han observado críticamente la forma en que se corrompen cada vez más, y se muestran decididos a emprender acciones que modifiquen radicalmente la situación. Quieren vivir en «estado de democracia», mantener en la vida cotidiana esa condición concreta y abierta que se logra cuando la gente se dota de cuerpos políticos en que puede ejercer su capacidad de gobierno. Por eso se consolida cada vez más el empeño por poner la democracia formal y la participativa al servicio de la radical, concentrándose en lo que la gente puede hacer por sí misma para mejorar sus condiciones de vida y transformar sus relaciones sociales, más que en la ingeniería social y los cambios legales e institucionales. Se define así la iniciativa de reorganizar la sociedad desde su base. En vez de “tomar el poder”, por cualquier procedimiento, se trata de desmantelar progresivamente la maquinaria estatal y crear nuevos arreglos institucionales que la hagan innecesaria.

Las ilusiones democráticas siguen estando muy extendidas pero se debilitan continuamente. Las asambleas comunitarias y barriales comienzan a percibirse de nuevo como los cimientos de una nueva construcción social, que aparece ya como ideal realizado en territorio zapatista, en México, pero existe también, en múltiples formas, a lo largo y ancho del país y del mundo.

En términos técnicos, lo que seguimos llamando “democracia” es un dispositivo que cumple una función estratégica de dominación, dentro de un juego de poder. Ese dispositivo es una red heterogénea de discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas, cosas que se dicen y otras que no se dicen… (Foucault). El dispositivo creó la superstición y la administra. Si la disolvemos, si nos atrevemos a desafiar esa creencia con base en la experiencia y el sentido común, el dispositivo caerá sin remedio a pedazos.

En medio de una guerra atroz, cuando el futuro ha dejado de tener futuro y se vuelve cada vez más irrelevante enfrentar la incertidumbre con creencias idolátricas y rituales cada vez más vacías y carentes de legitimidad, es hora de concentrar el empeño en la recuperación del presente, reorganizando la sociedad desde abajo. La esperanza que así se alimenta es la clave para disolver la superstición democrática. No es una nueva religión, otra fe, sino un empeño político realista. Su hora ha llegado.

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