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viernes, 19 abril, 2024
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Billie Holiday: la voz más hermosa del mundo

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA • admin-zenda • Admin •

Lo hemos hecho. Quizás alguna o varias veces. Extrañas situaciones que no por breves dejan de ser desdichadas. En ese mismo instante lo que conocemos del tiempo se congela y nos pone sobre la mesa el hocico abierto de la cabeza de un lobo que respira junto a cualquier crepúsculo tras de nosotros. En lugar de estrellas en un nocturno cielo, babosas estalactitas atascadas de caries. En lugar de una romántica luna, una garganta enrojecida de tanto gritar quién sabe qué cosas.

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Y no hay de otra: nos sometemos al paso de las notas musicales tras comprobar que nada se puede hacer en momentos así. Una vez más hemos perdido la batalla. En esa voz, en esa canción, “Strange Fruit”, en las persianas, en el telón que cae una vez que finaliza la función.

Una voz majestuosa. No es gratuito el adjetivo si te paras con calma frente a Billie Holiday. Ella reposa no su mano sobre nuestra frente, sino su canto. Eleanora Fagan Gough, su nombre. Lady Day, su apodo.

Son muchas las referencias literarias en torno a la figura de Holiday. Sin ir más lejos es una de las más citadas en un libro tan impresionante como lo es Museo de Cera de José María Álvarez. También hay cuentos. No dudo que por ahí existan novelas que traten acerca de su vida, porque figuras así siempre consiguen impactar, porque no sólo es la fama la que las envuelve, consiguen hacer de su vida una leyenda; y si existe un ejercicio altamente recomendable es alimentarse de las leyendas, pues para eso están: hacen de cualquier lugar uno más habitable.

En la trompeta está Jimmi Monroe. A mí me gusta imaginar su sombra recargada en un árbol de largas ramas. Tan infeliz como cualquier buen músico que se precie de vivir de su oficio. Eso sí: tan poca cosa si lo comparamos con la sonrisa de Louis Armstrong. Continuemos con nuestra escena: sostiene la botella de whisky a medias un fastidiado Louis Mckay. Acaba de compartirla con Lester Young: un niño que en sus ratos libres juega a ser un mafioso de la década de los veinte, un niño que abre la mano para contar sus muchos fracasos, como quien saca los papelitos de la urna en una rifa hasta dar con el papelito ganador.

Quién se atreve a sacar a Holiday de la aguja y del infernal y poético líquido. Quién se atreve a detenerla cuando en realidad sabemos que tan sólo se vale de la aguja, de la jeringa y de la heroína para escalar notas musicales. Ahí arriesga la vida. Me gusta pensar que se acurruca en la cuchara y se cobija cuando siente el fuego a sus pies. Desde el principio ella lo sabía: todo estaba perdido, cantar era una forma de alejar por momentos ese fracaso primigenio que terminaría por aniquilarla.

“Ni siquiera lo que somos importa”. Es lo que parece decir Billie a Ella Fitzgerald. Estamos en la esquina de cualquier barrio de Nueva York. Hace frío. La Holiday es la puta que además de ejercer la prostitución ayuda a su madre en las labores domésticas. Como para morirse. Imaginar que tras hacer el amor se le ocurre entonar cualquier canción. Ya la veo frente a la ventana de un hotel de quinta de la gran manzana. Qué hermosa imagen. “Importa la voz, eso es lo que importa”.

Con las grandes mujeres del jazz cada quien tiene su historia. Al lado de Billie Holiday sacudí la puntita de las lágrimas al amanecer. Recargado en sus hombros dejé ir a mujeres que entonces pensaba eran las mujeres de mi vida. Su voz parecía echar el seguro a la puerta una vez que ellas la azotaban. Si hay una gran lección en la voz de Billie Holiday es la generosidad de quien comparte tragos con una de estas mujeres, el humo serpenteando a través de labios carmesí entreabiertos, la luz a través de las cortinas de un nuevo día que en esos momentos nos daba la bienvenida con una gran patada en el trasero, tal vez miserables, sí, pero tarareando a mitad de la calle “Come Rain Or Come Shine”.

Billie Holiday se construye a sí misma como una diosa de las drogas psicoactivas en una etapa de la historia del jazz donde no consumir drogas era ir en contra de las exigencias de la espectacularidad. Extraña nuestra combinación: dioses y drogas. Me atrevo a señalar que este es el motivo por el que Billie Holiday echa a perder todos sus éxitos. Sencillamente no lo conocen. Su capacidad los lleva más allá de cualquier formato socialmente aceptable. Ahora suena “I love my man”. Alguien acaba de echar una moneda a la rockola. Debemos callar por un momento. Es la única exigencia de la mujer de nariz sonrojada por el alcohol.

Tras de cada concierto memorable, Billie Holiday se ocupa de cosechar el fracaso. No es una constante en ella, sencillamente es su estilo de vida: la sabiduría que únicamente puede proporcionar los excesos. Ignoro si sabía que la fama es momentánea. Más allá de tus quince minutos todo se olvida. Y si algo consigue perdurar es la obra, por eso es que seguimos poniendo play a cualquier canción de ella.

Con cuánta certeza nos hace participes de la brevedad de la vida. También de lo mucho que tejemos alrededor para complicar el camino sin vuelta atrás. Y de sus amores, ni hablar: Billie Holiday abrió sus emociones en más de una ocasión y recibió a cambio un plato lleno de mierda, jeringas y heroína, un banquete que no sólo la reconciliaba con la memoria de su dura infancia y juventud, sino que la impulsaba a continuar hasta su muerte por cirrosis hepática el 17 de julio de 1959 a la edad de 44 años, tan joven para cantar jazz, tan joven para dejar un repertorio cuyas canciones hoy en día son emblemáticas, tan joven, a final de cuentas, para morir sin la fama, pero con la voz más hermosa del mundo entre las manos. ■

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