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jueves, 28 marzo, 2024
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De cuerpo presente, de Raúl García

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Por: JAVIER ACOSTA •

La Gualdra 240 / Libros

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Hay que ver lo que dice Emil Cioran:

“Si el universo desapareciese, nada se perdería, puesto que, en suma, el lenguaje lo reemplazaría. Si una palabra, una simple palabra sobreviviese a un cataclismo general, ella desafiaría la nada. Eso nos parece la conclusión que el poema implica y exige”.

            Hay pocos pensadores tan persuasivos como Cioran, maestro socarrón del pesimismo. Es persuasivo; pero también es un intérprete de la persuasión. Los griegos le llamaban Peithó a la diosa de la persuasión y de la seducción. Creían que esa diosa anidaba en el arte. En este caso, en el poema. Aunque también Cioran defiende un efecto parecido para la música; por ejemplo la de Bach, que desafiaría nuestra convicción de la inexistencia de Dios. No es que Dios surja de la música, como una bacteria en un caldo de cultivo. No es que el poema pueda sobrevivir a un cataclismo general, sino que ésa es la conclusión a que nos orilla la experiencia del verso. Bajo esta seducción, podríamos habitar un universo hecho nada más de palabras, aunque todo lo demás faltara. Sólo de voces o escritura, no se sabe bien, pues Cioran no lo aclara.

Leo nuevamente el libro de Raúl García, este De cuerpo presente. Lo había leído ya para cumplir el encargo de redactar la contraportada. Fijándose bien, el título es irónico. La expresión se aplica a la misa de difuntos, cuando se celebra en presencia del cadáver. Aunque no puede estar ya nada más que en sus restos mortales, inconmovible al llanto, a las oraciones, a la desesperanza de que reviva, el difunto se adentra en la nada. En esa nada que el poema, según Cioran, habrá de abolir. Como si el poema fuera el resto ya no mortal, sino viviente de todos los difuntos, y aún de todo lo existente. El poemario de Raúl García invierte levemente el sentido de este cuerpo presente y nos hace percatarnos de que en cierto modo somos predifuntos y aún más, fantasmas de carne y hueso —vertebrados fantasmas—, conectándose así el discurso poético con una distinguida parentela de poetas —pienso de botepronto en las presentes sucesiones de difunto de Quevedo; o en el piensa que de algún modo ya estás muerto, de Borges. En el primer poema, dedicado al abuelo, se invierte y amplia el sentido de esta mi primera intuición de lector: “Mi nariz ancha/ la propensión a la calvicie/ el infortunio de llegar y nacer// Todo te retribuiré / cuando la rama de mi nombre / esté cerca del pasto, y la tuya sea / cuna elevada de pichones hambrientos”. El árbol genealógico, esa entidad intangible, virtual y omnipotente, se manifiesta en cada uno de nosotros, pues somos de la misma materia y corre por nosotros la misma savia de nuestros antepasados y nuestros descendientes. Aún más, nuestra nariz es un residuo, una reliquia de familia, aunque sea una joya ancha o ganchuda o de chile bola. Como si nuestro cuerpo fuera el museo y quizá también el mausoleo de nuestros antepasados, que anidan en nosotros; así como anidará alguna vez en nuestro cuerpo el múltiple gusano.

De cuerpo presente pertenece a la ralea de la escritura híbrida. Es decir, en él conviven la prosa y el poema, con-fundiéndose. La clave no está en la prosodia, aunque en ella asoma la cabeza. Más bien tiene que ver con la hibridación de los modos del discurso, porque va y viene entre el discurso analógico (que compara y extrapola, es decir, desvía del recto sentido) y el dialéctico (que enfrenta y supera, es decir, endereza el sentido). Esta operación constituye una de las singularidades de la hechura del libro, y de ella se desprenden sus riesgos y riqueza. La voluntad de hibridación se manifiesta de diversos modos; entre otros hay uno por el que especialmente me siento atraído, se trata de la construcción oriental llamada haibun, que emparenta también a Raúl con la estética oriental, sin la necesidad de caer en el orientalismo (como ciertos decadentes autores, incluido el que esto escribe). Así como está el maestro Basho presente en los siete haibun, si le tomáramos una radiografía al libro podríamos ver la calcinada osamenta de López Velarde, o con un microscopio el adn lexical de Borges y otras presencias (por ejemplo Machado y Lope de Vega) que contribuyen a la fisonomía del libro. El poemario es así también un árbol genealógico; hospitalario con sus antecesores, pero problematizando su presencia, reinventándola. Sigue y consigue el propósito de inventar a sus precursores, para emplear otra vez una expresión añeja y luminosa.

La poética que Raúl García pone a prueba en éste su primer libro, nos da muestra de una infrecuente variedad de recursos. También podemos decir que es corporal y descarnada. Corporal en el tema, descarnada en el tratamiento. Descarnada, como si tuviéramos en este poemario la oportunidad de ir a consulta con nuestro médico forense. El resultado es entonces la experiencia de un lírico sarcasmo. De un verso que con tenaz circunspección nos despelleja, nos deja como en el humor cruel, o como con las caídas de bicicleta, en carne viva. Ya está entonces, facilitado el (mi) vicio clasificatorio: poética de la desolladura, decantación mestiza.

Una última observación, para entender la dicha vocación forense en concordancia con Emil Cioran y con Raúl García. Alimento la muy reciente convicción de que la poesía toma sus materiales —su pasión y su forma, su pathos y su eidos—, de nuestra vida póstuma; que surge de la posibilidad de expresar aquello que podríamos decir si ya después de muertos, tuviéramos la ocasión de volver a experimentar y a decir lo que ahora nítidamente vivimos y vagamente articulamos. La conclusión no es fácil de sostener, ya que implicaría contradecir aquéllos que como Horacio afirman que el poeta escribe para la ajena posteridad, tampoco para la crítica de los próximos doscientos años, como porfiaba Joyce. El que escribe lo hace, aún sin saberlo, para que su pasión siga latiendo en el estetoscopio del forense, insubordinado inútilmente a la nada; de ahí la conclusión que en el lector el poema implica y exige.

http://bit.ly/1V4oINH

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