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jueves, 18 abril, 2024
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La totalidad de lo escrito (un experimento imaginativo)

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Por: JOSÉ AGUSTÍN SOLÓRZANO • Admin • admin-zenda •

Nos enfrentaremos a una empresa imposible si intentamos definir lo que es la literatura. Para Roman Ingarden la “Obra de arte literaria” es una estructura (extremadamente compleja) que puede ser objetivada y tratada al margen de cualquier concepción psicologista. Sin embargo, no podemos negar que la literatura es en gran parte una intuición de la realidad.

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Si entendemos a la obra como un conjunto de individualidades que se superponen en estratos cada vez más complejos para lograr un sentido que se dirija hacia una totalidad: una homogeneidad de heterogeneidades, entonces nos vemos obligados a partir del fonema como unidad mínima de la concepción lingüística de la literatura, para saltar de ahí al morfema, y luego a la palabra (nombres, atributos, verbos, conexiones). Seguiría el sintagma nominal y luego la oración tal cual la conocemos. Hasta entonces comenzaríamos a analizar la relación entre oraciones, la creación de grupos más amplios de sentido representados en párrafos, luego en capítulos y por último la totalidad de la obra (esto hace Ingarden en casi 500 páginas). ¿Es realmente necesario este cansado y exhaustivo recorrido para demostrar que la obra de arte literaria responde a una función estructural de perfección atómica? No lo sé. Tal vez el estudio del filósofo alemán pueda iluminarnos de alguna forma, aunque debo decir que a la mayoría nos terminaría encegueciendo.

Lo importante de todo este abigarramiento textual es aquello de la totalidad de una obra literaria. ¿Dónde termina el texto? ¿Es el final de un poema, el final de una novela, realmente su conclusión natural? ¿Cuál es la totalidad de la obra, dónde termina la literatura? Si acabáramos triunfantes el mamotreto de Ingarden ¿a dónde seguiríamos con nuestra minuciosa labor desmenuzante? No podemos evitar la concepción psicologista del asunto. La literatura es ante todo una proyección de la mente humana –al igual que nuestra visión de la realidad- y por tanto llega al lector como una forma ideal sobre la que éste proyecta su propia experiencia vital. Lo que tanto evitaba Ingarden es inevitable: la subjetividad participa de la lectura como un virus que la deforma e, invariablemente, le da vida.

Si ponemos punto final a la obra literaria la estamos desahuciando. La literatura como actividad vital no termina con el texto escrito, sino que es éste su punto de partida. Si bien la estructura lingüística es una herramienta de transmisión, lo que realmente importa del texto es lo que sucede en la cabeza del lector, pues es este suceso el que trasciende la pura objetivación y vuelve a la literatura un sujeto vivo que –abusando del término- sucede más que permanece en los márgenes de lo “escrito”.

La literatura “salta” del libro a la mente proyectiva de los lectores, sin este salto la obra no estaría completa, pues se necesita de esta acción para completar el proceso de lectura.

Hagamos un experimento imaginativo: para nuestros propósitos el libro es una forma, digamos una caja, construida a su vez por otras formas más pequeñas, y éstas a su vez por otras aún más pequeñas –párrafos, oraciones, palabras, fonemas-. Estas cajas están llenas de sentido, un sentido inactivo que el escritor puso en ellas y que sólo se reactiva en el momento en que el lector abre la caja principal y empieza a llenar todo ese espacio con un sentido propio. Este acto de confrontación de sentidos es lo que primariamente llamamos lectura, pero no está completo hasta que el actor recoge todo aquello que selectivamente tomó de las cajas para adueñárselo (aunque las cajas mantengan el sentido primario del escritor), y lo proyecta como algo propio sobre su realidad. Esta proyección, que surge de la amalgama de sentidos escritor-obra-lector, finalmente cumple el objetivo de transformar la realidad del o los recipientarios. Éstos fungen como proyectores que estampan imágenes (sentido) sobre una pared blanca. El experimento no termina aquí, habría que pedir a nuestro cerebro que imaginara no uno, sino miles de lectores haciendo lo mismo en una especie de interconexión caótica donde las proyecciones individuales se volvieran una indistinguible homogeneidad de sentido. El Gran Texto.

La literatura no termina en el libro, y si quisiéramos seguir con el ejercicio Ingardiano de objetivarla, tendríamos que brincar de lo meramente literario a lo estrictamente vital, pasando, como si cruzáramos un puente infinito, por la subjetiva y creativa mente del lector.

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