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viernes, 29 marzo, 2024
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La beatificación de Monseñor Romero: signo de aires muy otros en la iglesia

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Por: MARCO ANTONIO TORRES INGUANZO •

En medio de un país convulsionado por la violencia extrema de un gobierno que hace uso de los militares para reprimir y asesinar a líderes comunitarios, organizaciones campesinas y pequeñas formas sindicales, se erige la figura de Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de El Salvador CA. Ahora mismo, se anuncia ya su beatificación para el mes de mayo próximo en San Salvador. Es un caso extraordinario de reconocimiento de un líder de la iglesia católica que se destacó por la denuncia de las graves violaciones de los derechos humanos en su país, por manos del poder político-militar de la derecha salvadoreña; en la cual no sólo militaba una parte importante de terratenientes y ricos empresarios, sino también una parte de la jerarquía clerical.

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Monseñor Romero hizo célebres sus homilías dominicales, que detenían al país frete a la radio que las transmitía, algunos testigos dicen: “todo mundo hacía quehaceres, y a la hora de la homilía se sentaba a escuchar la radio, porque eran mensajes que lo llenaban a uno de energía y esperanza para seguir”. Una de las homilías más conocidas y recordadas, fue aquella que dio justamente un día antes de que lo asesinaran en pleno altar el 24 de marzo de 1980, que en sus partes más importantes decía: “a los miembros de la guardia nacional, hermanos: son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos campesinos. Cuando reciban la orden de matar a un hombre, debe prevalecer la ley de dios que dice No matar (…) la iglesia no puede quedarse callada ante tanta abominación, de nada sirven las reformas sin van teñidas de sangre. En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, les suplico, les ruego… ¡les ordeno, Cese la represión!”. También es de recordar el mensaje de Monseñor Romero ante el asesinato de un sacerdote jesuita muy amigo de él un mes después de asumir el arzobispado, el padre Rutilio Grande (12 marzo 1977): “: “y todo proyecto político que no tenga en cuenta la injusticia social es entronizar el pecado. Los proyectos políticos que sólo se montan para mantener privilegios escandalosos no pueden ser de Dios”. Sus biógrafos afirman que después del asesinato del padre Grande por balas militares, es que Romero cambió sensiblemente: pasó de ser un cura espiritualista e institucional alejado de la realidad concreta de su entorno, a uno que toca la carne sufriente de los pobres salvadoreños, que toca el dolor de la violencia y reacciona ante eso. Luego que recibe la respuesta del presidente ante la muerte del padre Grande, su mirada hacia el poder es muy clara: desmarcó posiciones. De ahí en adelante (tres años intensos), se convirtió en una líder religiosos que  defendía el pueblo en contra de los poderosos. Motivo por el cual, lo mataron. Decir la verdad, defender las víctimas y entregarse a la justicia; ese fue el destino con el cual terminó sus días. Y como testigos quedan las homilías grabadas por María Julia Hernández, y las gestiones de paz, liberación de secuestrados, recuperación de templos tomados por las fuerzas armadas y las misas públicas para denunciar las atrocidades del poder.

Una vez que mataron a Monseñor Romero, la esperanza de encontrar soluciones pacíficas a los problemas sociales de la pobreza y el abandono de una parte importante del pueblo salvadoreño se disolvió; y con ello, se fueron a las armas. Ya había guerrilla, pero con la muerte de Romero, el país se fue de lleno a la guerra civil. “si mataron al arzobispo —decían— ya nada se puede hacer”. La guerra duró 10 años continuos de historias propias de cintas de psiquiatría forense. La otra orilla de la guerra fue otro magnicidio a religiosos: el asesinato a los jesuitas en noviembre de 1989, en las instalaciones de la Universidad de Centroamérica (UCA). Por parte el Batallón Atlacatl comandado por el coronel Benavidez. El Estado encubrió lo más que pudo los crímenes, incluyendo al presidente Crisitani. Después de esto, se inició un proceso de paz que concluyó en los acuerdos de Chapultepec de la Ciudad de México en 1992.

Pues bien, ya monseñor Romero, saltó otro pacto negro para detener su camino: se desatoró su caso en el Vaticano (detenido desde 2005). Y llegar a ser reconocido finalmente como santo. La santidad es una manera de presentarse como ejemplo a imitarse. Y nombrar un ejemplo que se llama a imitar a Romero es importantísmo: es llamar a imitar el camino de la lucha por la justicia, la denuncia de la violencia de poderes oscuros en el Estado y fuera de él; imitar la valentía de la defensa de los derechos humanos más allá de toda ideología. Eso es vital para la iglesia comodina de hoy y la sociedad que vive en los mares de la indiferencia. Ojalá y un proceso similar se repita con los jesuitas universitarios masacrados en los jardines del campus. Recordemos que ellos eran no sólo curas comprometidos en las luchas populares, sino intelectuales de altos vuelos como Ignacio Ellacuría (en la filosofía) y Martín Baró (en la psicología). En fin, tenemos la esperanza de que el reconocimiento a Romero es un signo de cambio sensible que viene en la iglesia, que mira ahora más y mejor al rostro concreto del sufriente, y no sólo llama a rezar a santos de estampita. Vale. ■

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